¿Cuántas semanas han pasado?, ¿meses? La realidad es que la final de Qatar 2022 se jugó hace apenas 15 días. El tiempo corre distinto y a su ritmo según las sensaciones vividas.
Hoy, que se pueden analizar gambetas, goles, penales y demás jugadas de la final sin la tensión del momento, queda más claro que fue una final inédita, de los mejores partidos que se hayan visto en un juego decisivo en la historia del fútbol. Y con un guión épico escrito por algún Maquiavelo del deporte. “El público neutral puede que la haya pasado muy bien. Yo no. Es más, todo lo contrario”.
SUCESOS 2022 || Qatar 2022, el Mundial de Lionel Messi
A esa película inolvidable que fue la final, le faltaba un punto de quiebre, inesperado, que torciera todo lo que se había visto hasta ese momento. Y ese quiebre fue el pelotazo largo de Mbappé por sobre la cabeza de Cuti Romero. Un balón largo, alto, casi sin sentido. Pero que cayó en el medio de Kolo Muani y Otamendi y terminó en un penal más que discutible -como los otros dos sancionados en el juego- que torció para siempre el rumbo del partido. Y de nuestras sensaciones.
Sin ese pelotazo, la final hubiese quedado en paliza futbolística de una Argentina sorprendentemente dominante ante la temible Francia. Imaginemos por un instante que ese penal no hubiese existido. A la final-y al fútbol- le habrían faltado la exquisitez de Mbappé para el segundo, el maravilloso tiempo extra, el gol de Messi de arremetida -en esta jugada más a lo Kempes que a lo Diego-, los penales, el show del Dibu Martínez, la definición excelsa de Montiel, los llantos contenidos. Los altibajos de la vida misma.
La final fue una película en si misma dentro de un mundial de película para la albiceleste. Como en todo buen libro, un inicio inesperado. Y la premonición de Renard, el técnico francés de Arabia Saudita: “Argentina va a pasar de grupo y saldrá campeón del mundo”. Cómo se le ocurrió decir algo semejante en aquel momento será uno de los misterios jamás revelado de la historia de los mundiales.
La sensaciones encontradas se dispararon. Mientras en Argentina y otras partes se empezaba a dudar -uff, otra vez- de una supuesta “fragilidad” de Messi y compañía, el disparo de Leo ante México fue el comienzo de todo. Como si al Mundial de Argentina le hubiese costado más de un partido y medio en arrancar. Ese pelotazo inatajable viajó a la red lateral de Ochoa con la precisión de que se estaba gestando algo distinto. La distracción de Héctor Herrera fue de un segundo, ¿o dos? Con eso bastó para un desahogo mayúsculo.
No son pocos los argentinos que confiesan -confesamos- que ese ha sido el gol más gritado del mundial. La pincelada de Enzo Fernández fue la cereza de un pastel que lo llevaría a ser el mejor jugador joven del mundo cuando un par de meses antes ni siquiera estaba en los planes de selección. Y la carta abierta de ese mismo Enzo, cuando de pibe le pedía al 10 volver a la Selección para divertirse, no se había viralizado aún para emocionarnos todavía un poco más.
La insípida Polonia, con la actitud deportiva más deplorable del torneo, fue el tercer capítulo y el pasaje a una clasificación tan temida como impensadamente cómoda en ese partido sin equivalencias.
Llegaron los cruces de eliminación directa y el 2-0 fue siempre ‘el peor resultado’ para Argentina. Lo sufrió contra Australia, cuando el Dibu empezaba a dibujar su futuro del arquero del mundial, lo padeció contra Países Bajos cuando Van Gaal dejó la filosofía del buen fútbol táctico y estratégico y solo buscó tirarle centros a los grandotes. Ni hablar del capítulo final.
La excepción fue Croacia, esa rara especie mundialista que dejó afuera al gran candidato y no tuvo la mínima chance ante una Argentina furiosa de fútbol: fue el único 2-0 -luego 3- en el que no se tentó a la agonía.
Esa misma furia de fútbol, tuvo Argentina 78 minutos contra Francia. El festejo de Messi, el reconocimiento del fútbol, la fiesta eterna en las calles argentinas hubiesen sido parecidas, casi iguales. Pero al libreto le faltaba el minuto 78, el empate, la muestra de carácter de un equipo con mayúsculas, la aparición de un portero adorado tanto en Argentina como repudiado por los infaltables moralistas fuera de sus fronteras. Sufrir y gozar.
El mundial también nos dejó un dejó resabios de ¿rencores? de ciertos mediáticos -me resisto a llamarlos periodistas- de cadenas internacionales provenientes de ciertas partes de Madrid o México, que en su carrera por los likes o el rating no escatiman en críticas tan artificiales o básicas como sus programas.
El guión del Mundial terminó siendo perfecto y nos atravesó a todos los que vibramos con él por un mes, tanto que lo seguimos extrañando pasados los 15 días.
“En algún momento se va a dar, Dios sabe cuando” decía Messi en un documental antes del Mundial. Estaba tranquilo. Como en la final, en los penales y en el “ya está” del epílogo.
Estaba todo escrito para que sea este. El premio mayor quedó en sus manos y no había persona en el fútbol que lo mereciera más. Definitivamente sentado en el olimpo de Pelé y Diego, ahora ambos en platea celestial esperando más gambetas suyas en 2026. ¿Por qué no, Leo?