Fue un hermoso amanecer, cuando Rhuna se encaminó a las montañas. Iba en busca de la leyenda de los peces rojos, que vuelven al lugar de origen a desovar y morir. Su destino era el mismo destino de los peces escarlata, remontando la imposible aurora del ayer. Atrás quedó Lapo, su anciano padre, en la tienda. También quedó en el seco valle la multitud de fieras humanas. Kania era otra fiera diferente que buscaría su estrella más allá de los riscos. Acaso —como el primer tigre blanco que el arquero cazara— iría igualmente huyendo del destino o quizá re encontrándose consigo. A lo mejor sólo era un hombre más, conquistando su recuerdo; sólo un pez carmesí, soñando el mañana —que dentro del tiempo circular— era su mismo pasado. Llevaba consigo los mapas de un perdido reino. Tal vez el de sí mismo. Nunca reveló a nadie el secreto de Rhuna. Si lo hubiera hecho nadie le habría creído, o le hubieran cerrado el camino a su ideal. Únicamente Mara, la hija del molinero —que jugaba, poniéndole nombre a las estrellas— supo de su secreto. Así, mientras el viento arrastraba por los desfiladeros la canción de los peces rojos, Mara nombró junto a él todos los astros del universo. (XXVI) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
Canción de los peces rojos
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