Pocas palabras son tan versátiles para descalificar una postura contraria, desde cualquier perspectiva política, como lo es “extremismo”. Pero, pese a su uso inespecífico, cabe preguntarse: ¿hay algo realmente objetivo detrás del término que explique por qué la imagen del extremista provoca tanta aversión?
El término extremismo proviene de la concepción del pensamiento político como un espectro de ideas en conflicto, cuantificable mediante el uso de un plano cartesiano, con ejes de ideas contrapuestas (derecha-izquierda, progresismo-conservadurismo, etc.).
El extremista es, por tanto, aquel que se aleja más del centro hacia cualquier dirección, o sea, aquel que se encuentra más aferrado a uno de los sistemas de pensamiento que se comparan. Esta concepción parece cuestionable desde el inicio, porque depende fuertemente de qué ideas se tomen en cuenta para la comparación. A su vez, la elección de estas ideas es relativa del lugar y tiempo que se desea analizar, por lo que, ante el mínimo cambio de estas variables, lo que se considera centrismo cambia de posición. Por tanto, este centro que se ha fijado, pierde su pretensión de ser un punto de partida objetivo y da la impresión de que, si no existe nada objetivamente de centrismo, tampoco existe lo extremo o moderado. Este defecto es más evidente si al definir a las posturas como céntricas se omite la distinción entre una postura matizada y una indefinida, como si fuese equivalente el pensamiento de una persona con posturas de ambos extremos al de aquella que sencillamente desconoce del tema. Por ello se vuelve cada vez más inverosímil la tendencia de considerar el centrismo como lo bueno y razonable, porque, como ya se planteó, cuando se habla del “centro” se puede estar haciendo referencia a demasiadas cosas, muchas de ellas incluso irreconciliables entre sí.
Esta inevitable ambigüedad que provoca discriminar a lo extremo de lo moderado, peligra de hacer de ambos términos cada vez más huecos y carentes de significado, hasta el punto de volver al “extremismo” una simple descalificación sin nada que aportar a una conversación.
Sin embargo, si se tratase de rescatar algunas acepciones del término, con algo genuino que aportar al lenguaje, se podría considerar al extremista como aquel que no está dispuesto a lidiar de forma racional con los problemas que deben ser resueltos de este modo, y prefiere demonizar a sus detractores en lugar de hacerse cargo de sus puntos, así sea para refutarlos o reconsiderarlos para sí. De este modo se puede identificar con más facilidad cuando alguien trata de escapar del diálogo por considerar a los demás como sus enemigos personales por el hecho de discrepar, dado que es más fácil concluir que, quien no está de acuerdo conmigo, no lo está sencillamente porque es alguien perverso, con quien no se debe tratar más que con la fuerza y la coacción.
Otro modo útil, aunque menos preciso, de concebir al extremismo es determinando por sobre qué normas sociales o morales están dispuestos a pasar sus adeptos para conseguir sus fines. Sin embargo, para determinarlo es necesario primero estar de acuerdo en cuáles de estas normas son legítimas (aunque, por lo general, existe poco disenso cuando conceptos como la dignidad humana se ven involucrados). Aquel que busca cumplir sus objetivos transgrediendo leyes de mayor jerarquía a los mismos tiende a tomar decisiones viciadas cuya principal característica es la injusticia.
Así pues, para saber qué es lo que tanto nos desagrada del extremismo es necesario primero dejar de emplearlo como una descalificación vacía de significado y enfocarse solamente en sus características más esenciales, tales como la intransigencia y los medios viciosos que emplea, para ver con claridad sus defectos y cómo no ser víctima de los mismos.
Estudiante de Economía
Club de Opinión Política Estudiantil (COPE)