En los tiempos que corren, las palabras han ido adquiriendo una importancia, y sobre todo una autonomía, que no habían tenido desde hace siglos; prácticamente, desde los sofistas griegos o el nominalismo medieval. Una de las consecuencias es que —precisamente por esa autonomía que hoy en día los vocablos tienen respecto a la realidad que significan— han dejado de ser la vía privilegiada por medio de la cual nuestra inteligencia accede a la realidad de las cosas, del mundo, han dejado de ser un punto de llegada de la razón, para convertirse, como veremos, en un punto de partida.
A las palabras les ha pasado un poco lo que a las monedas. Poco a poco han dejado de ser buscadas por el valor intrínseco que representaban (el metal mismo de la moneda, el patrón oro, la riqueza producida por una sociedad…), y han comenzado a ser apetecidas por sí mismas, perdiendo su condición esencial de ser reservorio de valor y convirtiéndose (el mejor ejemplo de esto son las criptomonedas) en deseables ya no por lo que son o por lo que representan, sino por lo que pueden llegar a ser cuando su valor de intercambio aumente a partir de la demanda.
Realidad y palabras se han divorciado, y ahora una palabra puede significar cualquier cosa, incluso lo contrario de lo que originalmente significaba, merced a juegos lingüísticos generalmente alimentados por deseos de poder. En cierta manera, se podría decir que las palabras, y con ellas el lenguaje, la comunicación racional —y yendo hasta el extremo—, la cultura, se nos están deshaciendo entre las manos. Comunicar es cada vez más un ejercicio de poder, y menos compartir realidades en común racionalmente identificadas como tales por todas las partes.
Quizá por esto, casi sin darnos cuenta, nos hemos acostumbrado a hacer malabarismos con las palabras y llegar a hablar de absurdos como las “fake news”, a reducir las relaciones humanas a meras interacciones de términos, neologismos, o simples absurdos; como, por ejemplo, el empeño irracional de sustituir la palabra “mujer” por el de “persona menstruante”… pero esto, es harina de otro costal; aunque como ejemplo, ilustra bastante bien lo que decimos: cualquier cosa puede ser otra cosa, incluso su contrario, por arte de birlibirloque lingüístico.
Esto ha provocado la creación de una especie de mundo paralelo al mundo real. Un mundo aparte y autónomo del mundo de las cosas. Y así, con frecuencia, cuando alguien habla, nos habla, o cuando leemos un escrito, o un post en redes sociales, en vez de dirigir nuestra inteligencia y capacidad de comprensión hacia las realidades que la otra persona podría estar intentando mostrarnos, nos detenemos en las palabras mismas… como si éstas fueran la más auténtica realidad.
Y llegamos a pensar que conocemos cuando somos capaces de entender, o podemos relacionar un conjunto de enunciados sobre determinado “hecho” o situaciones, cuando, en realidad, nos hemos vuelto malabaristas de conceptos. Así se explica que en redes sociales las mismas personas sean “expertas” y pontifiquen sin despeinarse en temas tan diversos como la pandemia, las criptomonedas, la guerra de Ucrania o lo que se tercie. Simplemente porque confundimos saber sobre algo con tener algo que decir sobre ello.
Así, el lenguaje se ha convertido en instrumento de dominio por el que se manipula no solo la mente de las personas, sino sus conductas. Por medio de juegos verbales se transforma una realidad en otra, simplemente vaciando de contenido los términos y dotándolos del significado que a quien manipula interesa. Y se confunde a las personas haciendo pasar como verdades auténticos fraudes.
Por eso, las batallas por el poder cada vez más se están llevando a cabo en el terreno del lenguaje, en el de la ideología;y menos en el de la ciencia, o, incluso, en el del sentido común.
Ingeniero/@carlosmayorare