En la séptima luna arribamos a la lejana isla de nuestro renacimiento, a donde nos había enviado el asceta de la ciudad de la eterna luz. Nuestro velero encalló en sus orillas de arenas de oro. Era quizá el lugar más solo en todo el vasto océano universal. Karuna y yo nos abrazamos consternados, como abrazándonos a la nada. Nos vimos a los ojos de serpiente ígnea. Ya no éramos quienes un día fuimos –viajeros del éxodo estelar— huyendo del planeta Tierra a cientos de años luz de distancia. Aquellos habían muerto. “Vida y muerte son parte del mismo episodio de la magia celeste –le dije con la mirada, tal habla el Can Mayor de las constelaciones. No elegimos cuándo nacer, morir o renacer al enigma astral de la existencia”. Al recorrer las playas del fantasmal islote descubrimos asombrados que había otros veleros anclados en la arena. Sus viejas velas de sal estaban rotas por el tiempo y su maderamen hecho piedra. Eran la huella de otras vidas que –al igual que nosotros—habrían arribado alguna vez en el destino previo al mismo lugar de su renacer. (XLV)