“Al acercarse el Señor Jesús (mensajero de la Divinidad) a Jerusalén y ver a lo lejos la ciudad, lloró sobre ella, profetizando su destrucción”-relatan las Escrituras. En la columnata de un antiguo templo en el Jardín de los Olivos se lee en latin: “Dominus Flevit” (Jesús lloró allí), expresando santo y profundo dolor, según (Mateo 37): “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los mensajeros que Dios te envía!” agregando: “Pues vean, el hogar de ustedes va a quedar abandonado; y les digo que, a partir de este momento, no volverán a verme hasta que digan: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”
Ante la puerta de la muralla por donde -según la profecía Jesús volvería al mundo- se creó desde aquel tiempo un cementerio para que el Ungido no pudiera entrar en su regreso, pues -según las tradiciones judías- un rabino (como él) no puede pisar un camposanto. El llanto de Jesús quedó escrito para la posteridad ante la consecuente e histórica crueldad humana en la que guerras de expansión y dominio que se libran en el mundo. Allá donde tantos “Cristos” son masacrados como ayer e indefensas ciudades son destruidas como aquella y Antigua y lejana Jerusalén. Allá donde hoy -como entonces- el divino mensajero vuelve a derramar sus lágrimas hechas de luz de estrellas, ante la triste ceguera e impiedad humanas.