En su libro sobre política, Aristóteles llama al ser humano el zoon polítikon. Esta descripción, más que, en su traducción literal, ser animales aficionados a la política, implica el deseo innato, naturaleza o physis para los griegos, que tenemos los seres humanos por agruparnos en comunidad, en sociedad. Este impulso lleva a las personas a asentarse en terrenos determinados y a desarrollar ciudades. En su libro Diez lecciones para el mundo postpandemia, Fareed Zakaria, un aclamado escritor indoestadounidense especializado en relaciones internacionales, expone ese impulso que la humanidad tiene por defecto cuando afirma que “las ciudades son la forma ideal para la vida de los seres humanos. Les permite convivir, jugar, trabajar [...]”. Esta idea refuerza el pensamiento aristotélico de integración y construcción antropológica en las polis o ciudades. En otras palabras, por naturaleza somos seres sociales, por lo que el contacto humano es necesario para poder progresar en comunidad.
Estas grandes ciudades, que poseen una inmensa cantidad de habitantes, se convirtieron en el caldo de cultivo ideal para el esparcimiento del covid-19. Durante los primeros meses de 2020, el flujo de personas entre ciudades, alentado también por las festividades de Navidad y fin de año, provocó que, si uno de los viajeros era portador del virus, la enfermedad se propagara a muchos de los habitantes de estas grandes ciudades; podemos hablar sobre las urbes en Estados Unidos, Europa y Asia, como ejemplos. Sin embargo, al establecerse propiamente la pandemia, se produjo un efecto de éxodo de las ciudades hacia las afueras; se calcula que, al menos, 420,000 personas salieron de Nueva York entre el 1 de marzo y el 1 de mayo de 2020, lo que, además del confinamiento obligatorio que todos vivimos, generó que los grandes centros urbanos quedaran desolados, trayendo consigo una interrupción abrupta del contacto humano. Esto último, sobre todo, impactó en el diario vivir de la fuerza laboral y de los estudiantes.
Analizando superficialmente los efectos de la educación y trabajo virtual, y pasando por alto los grandes desafíos vividos en cuanto a acceso a conexión y brecha digital, que representan aún hoy en día desafíos mayores, me enfocaré brevemente en el impacto en la productividad de las personas. La tecnología facilitó el trabajo y el estudio remoto; sin embargo, con un costo altísimo de falta de motivación y poco desarrollo del elemento humano, como afirma Zakaria en el texto citado al principio de este artículo. Se afectó la complementariedad de la sociedad para combatir problemas comunes, para generar redes de apoyo y para seguir creciendo como comunidad. En otras palabras, la motivación es clave para el desarrollo del capital humano; no obstante, en muchos casos, existió desgaste profundo al solamente trabajar desde una computadora a pesar de las ventajas que la modalidad virtual nos plantea.
Creo que una pandemia, como la que hoy vivimos, ha desafiado los esquemas de nuestro comportamiento y de nuestra naturaleza. La tendencia humana de agruparnos genera que enfrentemos unidos los problemas comunes, como sociedad. El covid-19 ha causado estragos serios en materia sanitaria, pero también en el ámbito de la salud mental, lo que tiene una relación directa con nuestra productividad en el estudio o en el trabajo. Sin embargo, retomando la idea de enfrentar los problemas como sociedad, deseo exponer que Londres, una de las ciudades más modernas y hermosas del mundo, surgió de las cenizas tal y como la conocemos; literalmente cenizas, debido al Gran Incendio de 1666. Con el modelo de los londinenses, quienes decidieron reconstruir su ciudad con materiales resistentes y con más ahínco, enfilaremos el camino hacia la vida postpandemia, en sociedad, unidos, como lo expuso Aristóteles.
Estudiante de Economía y Negocios
Club de Opinión Política Estudiantil (COPE)