Un día aquel mundo perdido volvería a ser de todos, de hombres y pájaros eternos. La vida volvería a florecer y el viento a cantar romanzas de la felicidad. Aunque Espantapájaros siguiera perdiendo cada año su feliz espejismo. “Debes saber que yo también perdí ayer mi paraíso –dije un día al celador del monte. Al final de cuentas yo mismo fui mi propio y más grande imposible.” Y es que yo, escritor del cuento de la vida; rapsoda de idilios, sombras, astros y presagios, también pasé un día por allá, buscando por igual, el mismo sueño, promesa y claridad. Entonces fue que conocí al legendario espantapájaros de esta leyenda y su apartado paraíso. Cuando en cada sueño, como él, perdí el mío. El monigote me vio con tierna compasión y dijo: “Espera el nuevo florecer de la llanura para volver a él y anunciar su maravilla.” Desde entonces sigo su consejo cada día al despertar la aurora. Esperando ver ante mis ojos el prometido nuevo amanecer. Como el rapsoda interior del verso que también olvidaba. El fulano de pastura, siguió cuidando eternamente aquel último edén. Años atrás habían sido el niño y luego el hombre que olvidaba quienes llegaron hasta él, buscando el prometido reino: “He olvidado el camino a casa y el nombre de lo que más amaba, señor de la añoranza -dijeron. Es decir, olvidamos amar. Haznos recordar la felicidad”. El piadoso Espantapájaros les permitió entonces entrar al reencontrado edén. Pero tan olvidadizo eran los viajeros, que al instante olvidaron lo que iban a hacer. Y -reanudando el camino- se fueron de paso sin entrar a los campos del eterno recuerdo. Eran otros más que habían vuelto a olvidar su felicidad, como suele ocurrir en las leyendas olvidadas. (XLVI) De: “La Vida es Cuento” © C. Balaguer
El rapsoda interior también olvidaba
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