Muchas horas pasó la enamorada aldeana, recogiendo la broza y armando de nuevo al derribado espantapájaros. Finalmente lo reconstruyó cuidadosamente, le puso el sombrero de palma y luego le dio un beso que lo hizo volver a la vida. Así el instante de la felicidad del espantajo volvió a eternizarse en los campos. Aunque -después de unos días y la corta del maizal- la aldeana diría nuevamente adiós y el enamorado espantador de alondras volvería a morir en el amor. Como mueren los cantores de fantasía en las quemas de abril. Esos incendios anuales cuando los labriegos queman la broza y yerba seca de los campos, para preparar la nueva siembra del grano de su esperanza. “Tanto siembras, tanto ganas y tanto cosecharás de la tierra y del amor” –decía la figura de palma. La misma imagen que señoreaba sobre los cultivos, cuando los hombres preñaban el barro de su mismo destino y devenir. Alma –la joven cortadora, enamorada del mismo imposible– volvió a levantar al espantapájaros, como reconstruyendo su anhelo. Nadie pudo comprender a la joven labriega, en su dulce desvarío. Pero al fin de cuentas es el amor quien desquicia a los enamorados de espejismos. Sobre todo, cuando quieren crear de la nada el prometido paraíso de su felicidad. En el reino de los espanta auroras, éstos suelen perder en cada sueño el paraíso. Sin saber si mañana seguirán allá sobre los campos y su anhelado amor vuelva a doblar la milpa y a decir que les ama, en medio de las cenizas y las mariposas... Ignorando acaso si volverá a vivir de nuevo la llanura. (VIII) De: “La Vida es Cuento” © C. Balaguer
Un beso revive al “espanta alondras”
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