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La generación del silencio

 Sí, señores, no dijimos nada durante treinta años, porque durante doce años de guerra el silencio significaba la vida o la muerte. El silencio es algo a lo que uno se acostumbra, más cuándo se lo imponen.

Por Carmen Maron
Educadora


   Desde hace cinco años, se viene repitiendo la frase “¿por qué no dijiste nada en 30 años?”. Al principio yo me defendí, diciendo que sí había hablado. Pero luego, dejé de hacerlo. Si bien hablé, hablé en lo privado. Nunca levanté mi voz en público, nunca dije lo que pensaba fuera de mi círculo. Muchos de mi generación, de los que crecimos en la guerra, estamos comenzando a hablar, cuarenta años después. Y lo hacemos con miedo. Un miedo que arrastramos desde la infancia.


     El día después de los Acuerdos de Chapultepec, me senté a desayunar con papá. Mi sueño había sido estudiar leyes en la UCA, y se truncó con la masacre de los Padres Jesuitas y sus colaboradoras. Esa mañana, tímidamente, le dije que quería cumplir mi sueño.


-Vete a España -me dijo.
 -¿Perdón?
-Vete a España. Aquí nunca vas a poder ser abogado. Yo te conozco. Vas a hablar y te van a matar.”
-Pero, ayer...”
-Si quieres estudiar leyes, vete a España.


    Mi papá hablaba desde su experiencia de expatriado, de huir de la dictadura de Franco. Yo, a los veintiún años, como cualquiera, estaba segura que sabía más que mi padre. Pronto descubrí que, del otro lado del mar, los hijos de aquellos que no habían vivido la dictadura Franquista eran vistos con recelo. No importa que hubiera vivido una guerra, mi padre había huido. Y también descubrí que yo misma me sentía confusa, porque mi país contaba dos versiones de un mismo hecho, y yo no sabía cuál creer. Así que, teniendo un trabajo y una carrera en El Salvador, me decanté por ser maestra en el país que había recibido a mi padre, el país de los maqulishuats y los volcanes dónde estaba enterrado mi cordón umbilical. Decidí hacer la diferencia dentro del salón de clases, y desde allí contar mi historia.
    Con excepción de una escuela, nunca pude. Cada vez que quería discutir la guerra, se me decía que mejor enseñara otra cosa, que no ofendiera sensibilidades. En resumen: o te quedas callada o mejor no trabajés aquí. Así que aprendí a decir lo que mis empleadores querían que dijera, a moverme en distintos grupos y seguir su discurso. Aprendí, sobre todo, que una maestra no podía hablar de política, y que podía hablar del Holocausto y de Vietnam pero no del Mozote y el Sumpul; no cuando los hijos de funcionarios públicos (de ambos bandos) eran mis alumnos.


    Por otra parte, era difícil hablar con mi propia familia acerca de la guerra. Yo recordaba cosas, y, cuando las mencionaba, se me decía que no habían ocurrido o que habían ocurrido en otro contexto. Cuento una: tenía quizás nueve o diez años y metieron a la hermana de una de las colaboradoras de la casa y sus hijas a una bodega. Se me dijo que jugara e hiciera ruido con mis hermanas. Yo recuerdo que llegaron soldados,  y yo gritaba jugando con ellas. Años después, pregunté qué había ocurrido, pero me insistieron que no, que era su esposo buscándola, que nunca hubo soldados.  Hasta el día de hoy, no sé qué ocurrió esa tarde. Como ese tengo infinidad de recuerdos. En mi mente, mi niñez es un rompecabezas al que le faltan muchísimas piezas.


    Me di cuenta en mis treinta de que si quería saber algo, tenía que investigarlo. Así que leí y leí: busqué documentos en internet, libros que ya no existían. Hablé con infinidad de personas, y cada quien me contó su versión. Al final, llegué a mis propias conclusiones: necesitábamos justicia restaurativa y transicional. El país, descubrí, estaba profundamente dividido, y no sólo eso, lleno de deseos de venganza.  Recuerdo que una persona me dijo que cuál era el chiste de una “justicia” que no llevaba cárcel. Cuando quise explicarle que era porque se tenía que saber la verdad, me dijo que era una “escuadronera”. Del otro lado me llamaban “comunista”.


    Nunca me relacioné con los poderosos. La vida de mi padre me impedía apoyar a la derecha, y, a pesar que reconocía las múltiples injusticias de mi país, tampoco podía apoyar a la izquierda. Por años, apoyé lo que yo consideraba  la centro izquierda, pero rápidamente me dí cuenta que cualquier partido moderado no tenía futuro. Además, la vida seguía con sus altos y sus bajos, con los sueños que toda persona tiene. Y, como buena habitante de una burbuja, pude dejar la política en segundo plano. De vez en cuando, comentaba en las redes. Pero, como un amigo me dijo, “Carmen, en este país el espacio para ser objetivo en la política es el de tu uña con la carne debajo de ella.”
     Cuando comencé a trabajar en un asocio público  privado, la burbuja se rompió. De pronto me encontré con realidades que conocía intelectualmente, pero cuya dureza superaba cualquier cosa que hubiera esperado. Por primera vez en mi vida, me di cuenta de que yo había y aún hablaba, actuaba y trabajaba desde el privilegio. Tuve que cambiar mi manera de ver las cosas y replantearme absolutos. En esos años vi el día a día de las comunidades vulnerables de mi país y experimenté el temor de la gente ante la violencia y el dolor ante la muerte o la desaparición de seres queridos. Una vez más se me prohibió hablar “por seguridad”. Una vez más se me dijo “tenga cuidado.”  Para ese entonces, yo quería saber cuál era la raíz del problema, así que, cuándo se me presento la oportunidad de estudiar un diplomado en política y administración pública, me lancé. Estaban naciendo nuevos partidos políticos y, pensé ingenuamente, quizás en alguno de ellos podía caber yo. Pronto descubrí que la teoría política es muy linda, pero que yo jamás podría participar en procesos políticos.


        Escribí por primera en este rotativo durante la Pandemia. Estaba sufriendo una especia de Síndrome Post Traumático. Mi último recuerdo pre-pandemia es de un atardecer en el mar, mientras leía que se había decretado Estado de Sitio. Esas palabras fueron una bomba y generaron todo un espiral de terror en el cual se mezclaba el pasado y el presente. En la soledad y el encierro volvieron los cohetes, los cortes eléctricos, la sangre, los vidrios que volaban en cámara lenta cuándo estallaba una bomba, el miedo a que mataran a papá y mamá. Yo quería que todo acabara, porque entre los centros de contención, los cacerolazos, los pleitos políticos y las Iglesias cerradas, revivía una y otra vez mi niñez. Al final del 2020, renuncié a mi trabajo. Nunca sabré que hubiera podido o no hacer, sólo sabía que no podía trabajar ni con gobiernos ni con ONGs hasta que yo misma no arreglara el huracán en mi interior.


      En estos cuatro años, he tenido que hacer las paces con el hecho que nunca conoceré completamente toda la complicada historia de mi infancia, ni la de papá, ni la de mamá. Salí de la cuarentena a un país que ya no es el mío, y no tanto por el tema político actual, sino porque viví treinta años en un país que no existía, en realidad, más que para mí. Con mis amigos hemos comenzado a hablar de los años de la guerra, y he descubierto que toda mi generación se siente tan fragmentada como yo. No hay libros, no hay memorias, no hay más que ese silencio que se nos enseñó de niños como la manera de protegernos a nosotros y a nuestras familias. De jóvenes, se nos enseñó que a menos que uno siguiera una línea de pensamiento, no podía participar en política, así que seguimos en silencio. Y más tarde, ya de adultos, nos dimos cuenta que era peligroso cuestionar y volvimos al silencio de nuestra infancia. Ahora,  a los cincuenta o sesenta, seguimos protegiendo a los que amamos con ese mismo silencio. Queremos hablar, pero el consenso es, el temor esta tan arraigado en nosotros que no sabemos si podremos hacerlo.


     Hoy, en un video, alguien dijo la verdad que hemos callado por décadas: los Acuerdos de Chapultepec simplemente maquillaron los miles de problemas que tenía el país, incluyendo el miedo a decir la verdad. Nunca hubo una paz verdadera, porque para eso se necesitaba la justicia restaurativa y transicional que “no era buena porque no incluía cárcel”. Se necesitaba hablar de la guerra con la generación que nos seguía y la siguiente.  A mi edad, cuando colegas más jóvenes, o mis alumnos, me preguntan acerca de mi juventud, o de mis tiempos de universidad, noto la dificultad que tienen en entender lo que viví. Y, por eso, también he maquillado mi historia. Y, por eso, he vuelto al silencio.


       Sentada en mi sala, escribiendo esta tarde de noviembre, pienso en mis padres, ya mayores y en sus esfuerzos por protegerme de los horrores de la guerra. Me veo a mi misma, ya entrando a la vejez, pensando hacia dónde ir, lamentándome de tantas cosas que quise hacer y no pude. Parte de mi quiere pasar sus últimos años en la tierra de mi padre, no por miedo, sino simplemente por cerrar un ciclo, porque sé que en dado momento voy a necesitar reconstruir la historia de papá, y estar cerca de los lugares donde él vivió tan poco tiempo. Pero el amor por esta tierra, aunque en mi mente sea mi país perdido, es demasiado fuerte. O quizás, nunca he perdido la esperanza que algún día algún gobierno diga “queremos escuchar a los niños de la guerra”, y pueda romper mi silencio y darle a mi país, la esperanza que no haya otra generación que viva lo que yo viví.


     Sí, señores, no dijimos nada durante treinta años, porque durante doce años de guerra el silencio significaba la vida o la muerte. El silencio es algo a lo que uno se acostumbra, más cuándo se lo imponen. Yo quisiera, con todo mi corazón, haber podido estar de diputada en la Asamblea, haber podido hablar, haber podido cumplir los sueños que tenía para mi país cuando escogí quedarme, pero nadaba contracorriente. Le debemos una disculpa a las generaciones que nos siguieron, pero creo que también se nos debe una disculpa a nosotros, por habernos obligado a ser la generación del silencio.

Educadora.

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