Hacer investigación es sinónimo de crear nuevos conocimientos y diseñar soluciones a diversos problemas, sean estos económicos, sanitarios, clínicos, políticos, ambientales, culturales, educativos, jurídicos, ingenieriles, informáticos, etcétera.
Según el Manual de Frascati (2020) de la OCDE: «La investigación es un trabajo creativo y sistemático realizado para aumentar el acervo de conocimientos. Implica la recopilación, organización y análisis de evidencia para aumentar la comprensión de un tema, caracterizándose por una atención particular para controlar las fuentes de sesgo y error. Estas actividades se caracterizan por tener en cuenta y controlar los sesgos. Un proyecto de investigación puede ser una expansión de trabajos anteriores en el campo. Para probar la validez de instrumentos, procedimientos o experimentos, la investigación puede replicar elementos de proyectos anteriores o del proyecto en su conjunto».
Existe la investigación básica, que busca ampliar los límites de nuestra comprensión y generar nuevos conocimientos, y la investigación aplicada, cuyo objetivo es emplear los conocimientos existentes y crear soluciones a problemas concretos. Ambas son importantes y van de la mano. Sócrates, en la antigüedad, creía que la ciencia era más bien para destruir errores que para descubrir verdades; su punto sigue siendo válido: a veces, para llegar a una verdad o descubrir algo nuevo, es necesario cometer muchos errores y reconocerlos como oportunidades científicas de aprendizaje. En efecto, diría Verne: «La ciencia se compone de errores, que, a su vez, son los pasos hacia la verdad»; y «Con cada nueva verdad revelada, tenemos una mejor comprensión de la naturaleza, nuestras concepciones y nuestros puntos de vista se modifican», complementa Nikola Tesla.
Una investigación seria, rigurosa y pertinente requiere sustentarse en una mesa de cuatro patas: 1) Buenas ideas (heurística, imaginación y asombro); 2) Métodos rigurosos (basados en procedimientos y líneas); 3) Gestión (administración y difusión); y 4) Recursos financieros (equipos, laboratorios y pago de científicos). Si una pata falla, no hay investigación; será otra cosa mediocre o activismo académico.
Durante muchos años, nuestras universidades, institutos especializados y tecnológicos han engañado al Ministerio de Educación, a la Comisión de Acreditación y a otros organismos públicos y privados con «remedos» investigativos, para cumplir un requisito de ley difuso de «realizar o mantener, por lo menos, un proyecto de investigación relevante por año, en las áreas que se ofrecen»(Art. 37, literal d). Aunque hay algunas excepciones y esfuerzos loables…
En la jerga académica se habla de una amplia taxonomía investigativa: desde la investigación de cátedra impulsada por docentes y estudiantes bajo una lógica didáctica, pasando por proyectos escolares de investigadores aislados con presupuestos que no superan los USD 5,000 anuales, hasta la amplia fauna de propuestas de carácter social y humanístico, que es lo que más realizan nuestras casas de estudio.
De la «caja negra» científica, para que sea relevante y pueda llamarse investigación en el sentido profesional y estricto del término, deben salir: ensayos de laboratorio, patentes, publicaciones relevantes, startups, tesis doctorales y soluciones reales a problemas significativos en los ámbitos industriales, empresariales, teóricos, públicos y sociales. Poco y nada de esto sale de nuestras casas de estudio.
Hay investigadores aislados de la docencia, la mayoría alejados de los sectores empresariales, y hasta algunos aislados de la ciencia misma; casi todos escriben documentos que nunca serán leídos y que generalmente son para llenar una cuota de publicación física o digital. Los más osados intentarán publicar en ciertas revistas arbitradas, en idioma español —que no es el lenguaje de la ciencia—, pero cuenta para ciertas estadísticas locales; algunos publican «para publicar» en buenas revistas, sin aspirar a ningún impacto transformativo a nivel local; lo hacen solo para satisfacer su ego y engrosar su pedigrí bibliométrico, intentando lograr el deseado «factor de impacto» (yo te cito, tú me citas, nosotros nos citamos…) ¿Cuál impacto? Vaya usted a saber…
Patentes no tenemos, comunicación con centros científicos de alto nivel tampoco, laboratorios bien equipados y actualizados, menos aún; quizá vamos 30 años atrás de la tecnología de punta, y nuestros graduados, cuando se enfrentan a la realidad empresarial e industrial, tienen que volver a aprender.
Todos nuestros presupuestos científicos institucionales —en el pastel presupuestario— representan menos del 8%; lo recurrente es 3% o 5%, integrando allí la suma de salarios del personal de las unidades o direcciones de investigación. Al compararlo con los gastos administrativos o docentes, la diferencia es abismal. El problema es que la investigación representa «gasto», mientras que los docentes y administrativos son sinónimos de «ingresos». Esto sucede con mayor intensidad cuando el paradigma es más comercial que académico.
Hay esfuerzos e iniciativas, pero son pocos en función del país y del sistema educativo. Siempre he creído que tanto la Dirección Nacional de Educación Superior como la Comisión de Acreditación deberían ser más exigentes, y al menos establecer pautas para que cada una de las instituciones de educación superior impulsara al menos «UN» proyecto relevante por institución, con los cuatro criterios que señalamos: 1) Una buena idea; 2) Contar con método riguroso; 3) Buena gestión, administración y difusión; y 4) Un presupuesto robusto materializado en laboratorios y buenos científicos. Solo uno por institución, y que refleje su identidad científica y académica.
En nuestro medio hay muy buenos investigadores, con posgrados, doctorados y especializaciones de excelentes casas de estudio extranjeras; con buenas ideas y propuestas, y con muchas ganas de aportar soluciones al país. Pero cuando examinamos las propuestas de honorarios que les ofrecen y las condiciones de trabajar sin equipamiento ni presupuestos, todo se viene abajo.
Tampoco tenemos una cultura filantrópica empresarial que se anime a financiar el talento científico salvadoreño; hay algunas excepciones —conozco al menos una relevante, vinculada a la empresa SigmaQ—, pero no es suficiente. Muchos empresarios prefieren comprar las soluciones en Miami, van sobre seguro, en lugar de apostar por un proyecto incierto; y es que la investigación no es una caja de herramientas, sino un camino de ensayo, búsqueda y determinación en el tiempo.
El día que se apueste verdaderamente a la investigación, el país va a cambiar… la economía va a crecer, la productividad y competitividad mejorarán, y nos acercaremos al bienestar de los ciudadanos. Ese ha sido el guion que han seguido los países emergentes: políticas educativas y científicas de Estado, de largo plazo y con una visión diferente al cortoplacismo gubernamental y electorero. El destacado comunicador científico Bill Nye nos recuerda: «La ciencia es la clave de nuestro futuro, y si tú no crees en la ciencia, entonces nos estás reteniendo a todos hacia atrás».
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Investigador Educativo/opicardo@uoc.edu