Los judíos tenían la convicción de que el Mesías sería un descendiente del rey David. Esta no era una idea antojadiza, sino que derivaba de la promesa que Dios le hizo a David: «Levantaré a uno de tus hijos de tu propia descendencia y fortaleceré su reino… y afirmaré su trono real para siempre… tu casa y tu reino continuarán para siempre delante de mí, y tu trono estará seguro para siempre» (2 Samuel 7:12-16).
David fue el rey guerrero que logró la centralización política, económica y religiosa de Israel. Se colocó al frente de un ejército profesional que derrotó a sus enemigos y permitió la expansión territorial del reino. Siguiendo esa lógica, los judíos esperaban que el Mesías, a semejanza de David, fuera un libertador de corte militar. Alguien que, contextualizado al siglo que vivían, derrotaría a los romanos y restauraría la soberanía de Israel. Esta concepción mesiánica fue un verdadero obstáculo para que las personas comprendieran el mensaje que Jesús quiso enseñar. Los mismos apóstoles tuvieron dificultades para comprender sus enseñanzas.
Faltando pocos días para su captura, Jesús se dirigió a Jerusalén. Él había manifestado con claridad que lo que le esperaba en esa ciudad era la muerte. Pero los discípulos, por el contrario, pensaron que el día para la toma del poder había llegado. De manera que Jacobo y Juan se anticiparon a pedirle a Jesús que en su reino pudieran sentarse uno a su derecha y el otro a su izquierda. Es decir, que les otorgara el nombramiento de segundo y tercero en autoridad. El interés por el poder lleva a proyectar en Dios una omnipotencia de la cual servirse para dominar a los otros. Aliarse con este tipo de Dios y de Mesías es visto como el recurso eficaz para ubicarse por arriba de los demás sin reclamos. Es la idea de la que han echado mano los autoritarios de todos los tiempos: «Generalísimo de los ejércitos por la gracia de Dios».
Sin embargo, Jesús respondió a sus discípulos con una pregunta: «¿Pueden acaso beber el trago amargo de la copa que yo bebo, o pasar por la prueba del bautismo con el que voy a ser probado?». Mientras Jacobo y Juan buscaban a Dios como poder, Jesús se los muestra como debilidad. La copa de la cual hablaba era referida al sufrimiento que, en pocos días, habría de enfrentar. La copa que, en su oración del huerto, habría de pedir angustiado que pasara de él sin tener que beberla. Por otra parte, el bautismo al cual hacía alusión se refería a la muerte que habría de experimentar. De la misma manera que en el bautismo la persona es colocada debajo del agua, Jesús sería colocado debajo de la muerte. El sufrimiento y la muerte son tan divinos como el trono. Pero es el hombre quien prefiere optar por la dosis de poder sin tener que renunciar a lo que le complace. En el reino de Dios para gobernar hay que saber obedecer y para vivir hay que aprender a morir.
Estas lecciones Jesús las resumió con las siguientes palabras: «Como ustedes saben, los que se consideran jefes de las naciones oprimen a los súbditos, y los altos oficiales abusan de su autoridad. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor, y el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de todos». Las buenas nuevas de Jesús anunciaban una nueva era en la que la capacidad de servir al prójimo establecía la primacía moral. El grande no es quien escala o ejerce mayor autoridad, sino quien se niega para servir humildemente a los demás.
El mismo Jesús se colocó como modelo a seguir: «Porque ni aun el Hijo del hombre vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos». Él tomó el lugar del esclavo al lavar los pies de sus discípulos. La opresión debe ser cambiada por el servicio, el abuso por la compasión. En esto consiste el ser llamado cristiano. Cualquier otra manera en la que Dios quiera ser tomado como validador del poder es ir en contra de Jesús y su evangelio.
Pastor General de la Misión Cristiana Elim.