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De los fondos públicos. Cómo se obtienen, cómo se usan

Lamentablemente, en El Salvador, la corrupción en el manejo de fondos públicos ha sido muy frecuente. Y la corrupción florece en la opacidad, independientemente de personas y partidos. Si algo ganó el país en el tema de transparencia en las últimas décadas se debió al trabajo de periodistas y a la ley de acceso a la información pública que entró en vigencia en 2011. El considerando tres de dicha ley establece que, “los habitantes tienen derecho a conocer la información que se derive de la gestión gubernamental y del manejo de los recursos públicos”. Tan efectiva fue esa ley que el mismo gobierno que la promulgó quedó en evidencia, cuando gracias a la ley, periodistas y ciudadanos pudieron ejercer mayor controlaría ciudadana a su gestión. Por algo será que esa ley ha sido modificada con tanto esmero en los últimos años, y no para mejorarla, por cierto.

Por Carlos Gregorio López Bernal
Historiador

Un elemento que debiéramos tener claro a la hora de hablar del presupuesto nacional es la contraposición entre recursos limitados, cuando no escasos, y necesidades, generalmente crecientes. En nuestra historia nacional esa ha sido una constante. Nuestros Estados nacieron en la precariedad; baste recordar que poco tiempo después de asegurada la independencia, la república federal debió contraer un oneroso préstamo con Inglaterra. Fue el inicio de una práctica recurrente, que se fundamenta en lo señalado arriba: había necesidades que solventar y no se tenían recursos a mano.

Cuando la federación colapsó, esas penurias pasaron a los incipientes Estados nacionales y se vieron agravadas por la recurrente turbulencia política: guerras sin sentido entre Estados, levantamientos indígenas, luchas de facciones, etc. Cada uno de esos eventos suponía stress fiscal. Aparecieron los “empréstitos forzosos” mediante los cuales el Estado obtenía recursos económicos de la población en una situación de emergencia. El mecanismo era simple. Supongamos que se necesitaban quince mil pesos para enfrentar una emergencia bélica. Se daba un decreto que estipulaba el modo de recolectar los fondos. El monto total se dividía entre los departamentos, luego el gobernador departamental dividía lo asignado entre los pueblos de su jurisdicción. Al final, el alcalde municipal estaba obligado a recolectar la suma que le correspondía, dividiéndola entre los vecinos del pueblo. Si uno de ellos se negaba a dar el préstamo podía terminar encarcelado u obligado a prestar servicio militar. Si aceptaba, se le entregaba un recibo por la suma acordada, consignando además los intereses que se pagarían. Préstamos forzosos o voluntarios constituían la deuda interna. Un rubro que se prestaba a manejos turbios y que amerita un estudio aparte.

Por supuesto el Estado tenía sus ingresos corrientes. Entre estos destacaban: los impuestos de aduanas que pagaba toda la mercadería que ingresaba al país, y la renta de licores. Prácticamente no había impuestos a las exportaciones, con lo que, añileros y cafetaleros se quedaban con sus ganancias íntegras. Surgió así una estructura fiscal regresiva en tanto que, los que menos poseían pagaban proporcionalmente más impuestos que los que tenían más recursos. Por el contrario, la forma cómo se invertían los recursos obtenidos, beneficiaba más a los que habían contribuido menos. Por ejemplo, se construía una carretera, un campesino apenas la usaba para mover su producción al pueblo o ciudad más cercana, pero a un añilero o cafetalero le servía para exportar una mayor cantidad de producción. Lo mismo sucedía con el gasto en el ejército.

En el fondo, el tipo de impuestos que un Estado recauda refleja cuáles son los intereses económicos que más respeta y cuáles son los que considera puede afectar sin temer reacciones. Por algo, hoy día, el IVA es uno de los impuestos más usados, pues afecta al consumidor final que difícilmente podrá protestar en contra cada vez que realiza una compra. Lo más seguro es que ni se dé cuenta de lo que sucede. Pues lo mismo sucede cuando se trata de priorizar los gastos. Crear impuestos o definir en que se gastan no son decisiones inocentes, son eminentemente políticas, en tanto que implican afectaciones o beneficios para determinados grupos sociales.

La resistencia a pagar impuestos es hasta cierto punto entendible. Al final de cuentas, pagar un impuesto implica que el Estado se quede con parte de mis ingresos, sin que yo sepa exactamente en qué los invertirá. Pero en toda resistencia está implícita una relación de poder. En el siglo XIX y XX, el Estado se cuidaba de no importunar los intereses de las clases económicas dominantes. Vale decir que a menudo los gobernantes son miembros de esas clases. Como bien explica Antonio Acosta, esos grupos diseñaron una fiscalidad en función de sus necesidades e intereses. En el XIX, la fuerza de esos grupos era tal, que botaron gobiernos que se atrevían a importunarlos. Pero no es solo un tema de intereses o responsabilidad ciudadana. Es un problema de legitimidad del Estado, encarnado en las capacidades y probidad de los gobernantes.

Un ciudadano no paga sus impuestos voluntariamente; es obligado a ello por la fuerza del Estado, hay cierto grado de coacción en ello. Lo lógico, lo decente sería que el Estado estuviera en capacidad de mostrar con obras y servicios que los impuestos recaudados han sido bien invertidos. Y todos, hasta los gobiernos más corruptos lo hacen. Es más, los más corruptos son los que más se esfuerzan en ello. En el siglo XIX, había pocas posibilidades de que la población supiera cómo se invertían sus impuestos. A medida que la prensa se expandió, la información no oficial fluyó de mejor manera. Obviamente, una prensa opositora estaría más dispuesta a esmerarse en mostrar manejos turbios. Y eso no deslegitima a priori su trabajo. Con las demoras propias de sus tiempos y agendas, también la historia puede contribuir a sacar a luz manejos turbios. Es lo que ha hecho Antonio Acosta para la segunda mitad del XIX con su libro “Los orígenes de la burguesía en El Salvador”, y Héctor Lindo en “El alborotador de Centroamérica”, al mostrar los entresijos de cómo se negoció el empréstito de 16.5 millones de dólares en el gobierno de Jorge Meléndez. René Keilhauer negoció el préstamo como representante del gobierno salvadoreño, a pesar de que era empleado de la United Fruit Company, propiedad del potentado Minor Keith, que tenía acciones en el banco que otorgó el préstamo.

Lamentablemente, en El Salvador, la corrupción en el manejo de fondos públicos ha sido muy frecuente. Y la corrupción florece en la opacidad, independientemente de personas y partidos. Si algo ganó el país en el tema de transparencia en las últimas décadas se debió al trabajo de periodistas y a la ley de acceso a la información pública que entró en vigencia en 2011. El considerando tres de dicha ley establece que, “los habitantes tienen derecho a conocer la información que se derive de la gestión gubernamental y del manejo de los recursos públicos”. Tan efectiva fue esa ley que el mismo gobierno que la promulgó quedó en evidencia, cuando gracias a la ley, periodistas y ciudadanos pudieron ejercer mayor controlaría ciudadana a su gestión. Por algo será que esa ley ha sido modificada con tanto esmero en los últimos años, y no para mejorarla, por cierto.

Hace unos días, un periódico publicó los resultados de una investigación elaborada por CRISTOSAL sobre el uso de los fondos del Fondo de Protección y Mitigación de Desastres (FOPROMID) entre 2019 y 2023, y que concluye que de un total de 1218 millones de dólares que manejó FOPROMID en dicho periodo, solo 70.6 millones tienen respaldo documental sobre su ejecución, es decir, hay órdenes de compra y contratos. Del resto, 1147 millones de dólares no hay información disponible. Aclaro: lo anterior, no significa necesariamente corrupción o uso indebido de los fondos. Pero da lugar a que cualquier persona con criterio propio y sentido de ciudadanía se cuestione el porqué de tal hecho. Aceptemos que, por razones de seguridad, cierto tipo de información de la gestión gubernamental no debe hacerse pública. Ninguna objeción.

Pero pareciera que la excepción se ha vuelto regla. ¿Por qué razón? Aquí sí hay problemas. El Estado maneja fondos públicos. Es decir, los funcionarios públicos administran fondos que no son suyos y están obligados a dar cuenta de su uso. Y eso no se hace con spot televisivos. Con un enfoque adecuado y buena iluminación cualquier obra pública, por intrascendente o innecesaria que sea, se ve bien. Hace tiempo, los alcaldes aprendieron el truco de poner dos fotografías juntas: la del antes y el después de la obra que inauguraban. Ese truco se ha quedado obsoleto con la tecnología disponible hoy día. De acuerdo en que los gobiernos publiciten sus obras y logros; algún rédito político tendrán que sacarle. Tan arraigada estaba la práctica que hubo que regularla. A lo mejor ya no se acuerden, pero hubo un tiempo en que no se podían inaugurar obras públicas antes de las elecciones. Hubo un tiempo.

Pero no basta con mostrar obras, hay que mostrar cómo se usaron los fondos. Por una simple y sencilla razón, hacerlo será el argumento irrefutable para acallar cualquier crítica infundada, ya sea de la oposición, de la prensa o de quien sea. Por el contrario, no hacerlo, dejará un amplio espacio para la suspicacia, pues como diría cualquiera “quien nada debe, nada teme”.

Historiador, Universidad de El Salvador

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