Ningún animal en la Tierra puede elegir mejor su propia muerte que aquel que es incapaz de elegir su propia vida, como a veces lo es el Hombre. Era un 14 de agosto de 1969. Centenares de personas presenciaron el suicidio de unas 60 ballenas que llegaban a lanzarse contra las rocas de Cayo Grassy (Florida). Trató de impedirse el conmovedor suicidio. Barcos guardacostas intentaron ahuyentar a los balénidos hacia el mar, pero éstos regresaban al instante para inmolarse. (Lo mismo había ocurrido a orillas de la isla Guyo, Filipinas, en 1929). Esta vez, centenares de personas observaron aterrorizadas desde el acantilado de Cayo Grassy (Florida) a los enormes cetáceos, surgiendo de las altas olas del mar para lanzarse y estrellarse contra las rocas de la costa. Era un suicidio escalofriante. No era el sabio griego bebiendo la mortal cicuta, defraudado por las miserias humanas; ni la joven enamorada, herida por una trágica desilusión. Tampoco era el hombre derrotado, cortándose las venas; ni el guerrero suicida, muriendo en un camión cargado de dinamita.
La humanidad y el suicidio de las ballenas
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