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Saulo de Tarso y "Los miserables"

Cuando Pedro preguntó a Jesús cuántas veces debía perdonar a su hermano, le respondió que el perdón no tiene límites: «No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete».

Por Mario Vega

La historia de cómo Saulo de Tarso llegó a convertirse en el apóstol Pablo es uno de los relatos más conocidos de la Biblia. De ser un perseguidor implacable de los creyentes fue transformado en un ferviente predicador del evangelio que perseveró hasta su muerte. El poder transformador del perdón le llevó a comprender que la gracia de Dios está disponible para todas las personas y que de todos puede esperarse un giro radical.

Este pensamiento ha cautivado a escritores y a pensadores que, desde entonces, han reflejado en la literatura el tema del perdón y las nuevas oportunidades. «Los miserables», de Víctor Hugo, relata la historia de Jean Valjean, un exconvicto que es transformado radicalmente después de recibir un acto de amor cristiano. El perdón que recibe se convierte en la fuerza motora de su redención personal, ilustrando el principio cristiano de que el perdón puede transformar a cualquiera.

En su cuento «El gigante egoísta», Oscar Wilde, narra la historia de un gigante que se redime cuando permite que los niños jueguen en su jardín, trayendo consigo la primavera y el florecimiento. El acto de perdonar y abrir su corazón culmina en una transformación espiritual, cuando el gigante es recibido por un niño que representa a Cristo. Wilde, a través de esta sencilla historia, ilustra cómo el perdón y la bondad no solo traen paz a los demás, sino también a uno mismo.

En las Escrituras, Jesús no solo predica el perdón, sino que lo modela en su vida y ministerio. El perdón es presentado como una virtud esencial para los creyentes, una obligación moral que refleja el carácter de Dios y su gracia hacia la humanidad. En su muy conocido Sermón del Monte Jesús expresa con claridad la responsabilidad de quien decide creer: «Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas». El perdonar a los demás es una condición para recibir el perdón divino. De manera que nadie puede afirmar ser un creyente si no es capaz de ofrecer el perdón y una nueva oportunidad a quien ha ofendido. Los hijos de Dios reflejan el carácter misericordioso de su Dios.

Cuando Pedro preguntó a Jesús cuántas veces debía perdonar a su hermano, le respondió que el perdón no tiene límites: «No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete».

Este mandato subraya la infinita misericordia de Dios y la expectativa de que los creyentes imiten esa gracia, ofreciendo perdón sin condiciones, una y otra vez.

En la bien conocida Parábola del Hijo Pródigo, Jesús narra la historia de un padre que perdona incondicionalmente a su hijo después de que este malgasta su herencia. Cuando el hijo regresa arrepentido, el padre lo recibe con los brazos abiertos y celebra su retorno. Este relato ilustra el amor y el perdón incondicional de Dios hacia aquellos que se arrepienten y buscan una segunda oportunidad. También enseña a los creyentes la importancia de ofrecer esa misma clase de perdón a quienes han fallado.

Tanto las obras literarias como los pasajes bíblicos nos enseñan que los seres humanos están llamados a perdonar y dar nuevas oportunidades a los demás. El perdón no es solo un acto de bondad hacia quien ha fallado, sino un camino de liberación personal. Jesús, en el Nuevo Testamento, enseña que perdonar es una obligación para quienes desean vivir de acuerdo con los principios del Evangelio.

Cuando los seres humanos practican el perdón, imitan la misericordia de Dios, contribuyen a la sanación de las relaciones rotas y fomentan una sociedad más justa y compasiva. Como enseñan las parábolas del Nuevo Testamento y las grandes obras literarias, el perdón tiene el poder de transformar vidas, restaurar almas y construir una paz duradera, tanto en lo personal como en lo social. El perdón, entonces, no es simplemente una virtud que debemos aspirar a alcanzar, sino un mandato divino que debemos practicar activamente, como una forma de amar a los demás de la misma manera en que Dios nos ha amado a nosotros.


Pastor General de la Misión Cristiana Elim.

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Cristianismo Opinión

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