Hace cincuenta y cinco años, un 11 de octubre de 1969, en una parroquia pequeñita y nueva, llamada Cristo Redentor, unieron sus vidas un gallego y una salvadoreña. Prometieron ser fieles en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separara. Esa pareja son mis papás.
Quisiera decirles que fue un matrimonio que cayó en una cama de rosas, pero no. Mis papás tuvieron que enfrentar, la pobreza, la enfermedad y muchas otras cosas no estipuladas en el contrato que firmaron. Sus vidas tenían trasfondos completamente diferentes, y eso fue causa de fricción miles de veces. Se vieron obligados a romper los convencionalismos sociales de la época. Mamá trabajaba y fue papá quien me llevó a mi primer día de kínder, a mi examen de admisión en la escuela, y muchas veces a mis clases de ballet. Era papá quien me contaba cuentos del Pastorcito de la Montaña que, años después, descubrí eran relatos de su propia infancia. No me di cuenta de que eso no era "normal" hasta que me lo dijo una compañera de kínder.
Tuvieron que lidiar con temas de salud propios y de sus hijas. Puedo cuestionar, algunas decisiones que tomaron con respecto a nuestra vida social durante la guerra, pero papá venía de vivir la Guerra Civil Española y entiendo que quería protegernos. Sin embargo, ahora de adulta, me impresiona su resiliencia. Siempre en casa hubo música, ramas de ciprés cortadas para Navidad, cenas en restaurantes para celebrar triunfos, clases de piano, canto, ballet, francés, alemán, pintura. Por, sobre todo, desde niña me enseñaron la importancia de una buena educación (dentro y fuera del colegio).
Mamá me enseñó a apreciar la música clásica, la ópera, el ballet y la pintura. Papá, por su parte, me enseñó el amor a lectura, la pasión por la historia y la política como ciencia, el amor por la jardinería, la buena mesa y sobre todo la justicia social. Pero, sobre todo, me inculcaron el valor del compromiso. Como ven, eran muy diferentes uno del otro en intereses, y en caracteres ni se diga. Cuando papá y mamá cerraban la puerta de su dormitorio, yo sabía que era para discutir. Una vez cuando tenía ocho años, la discusión fue un poco más fuerte que de costumbre. En la escuela andaba rondando la palabra "divorcio", así que abrí la puerta y pregunté de golpe si se iban a divorciar. Sólo me miraron. "No digas tonterías," me gritó papá. Cerró la puerta y continuaron discutiendo.
¿Fueron perfectos? No. ¿Tuvieron errores? Miles. ¿Quisiera que hubieran hecho las cosas de manera distinta? Más veces de las que puedo contar. ¿Tuvieron crisis en su matrimonio? Probablemente más que muchos otros. Pero navegaron en la barca que compartían en la calma y en la tormenta. Aprendieron a entenderse y, sobre todo, a comprender que eran un equipo, mucho antes que existiera la terapia de parejas.
He sido de las hijas privilegiadas que ha visto a sus padres llegar a ancianos. Y aún ahora, cuando voy a almorzar con ellos, veo como papá pone su mano sobre la de mamá y le dice que la ama y ella contesta que lo ama también. Los veo sentados en su dormitorio, cenando juntos, como lo han hecho desde que crecimos. Veo como sus vidas siguen girando una alrededor de la otra, a pesar del pasado y del presente, porque el tiempo, como el vino, sólo ha hecho su historia mejor y más hermosa en medio de la cotidianidad de sus días. Y me doy cuenta que, al final, el matrimonio no viene con un manual. Que esos cincuenta y cinco años representan concesiones, perdonar siete mil veces siete, luchar por permanecer juntos aun cuando parecía absurdo. Sobre todo, significa amor del bueno, del que cree, del que nunca deja de esperar.
Cincuenta y cinco años después, papá y mamá aún usan sus alianzas, grabadas con el nombre del otro. Cincuenta y cinco años después sé que si mamá está tomando su siesta cuando llego a la casa de mi infancia, papá me va a preguntar si está dormida, y luego mamá si saludé a papá. Y sé que a las cinco y media es la hora del "date" para la cena. A veces me quedo acostada en la cama de uno de los cuartos, escuchándolos, sintiendo ese calorcito en el corazón que se tienen uno al otro. Otras tengo algo que hacer, y me despido de ambos. Pero, casi siempre, a mis cincuenta y tres años, regreso a mi casa llorando, porque no quiero que su historia de amor acabe nunca.
¡Felices cincuenta y cinco, papá y mamá! ¡Los amo!
Educadora.