Quejarnos por el mal que se produce a nuestro alrededor es una nota diaria. Todos nos lamentamos de eso. Y hasta protestamos. Los periódicos nos echan en cara una buena dosis de maldades a nuestro alrededor. En nuestro foro íntimo sabemos que no somos tan inocentes como para estar excluidos de esa marea negra.
El mal es escandaloso. Por eso nos atraen los noticieros. Como espectadores del mal, pareciera que se nos tranquiliza la conciencia. Allá están los “malos”. Fingimos inocencia y nos lavamos las manos.
Jesús nos enseñó a orar: “No nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal”.
Cerrar los ojos ante el mal no resuelve nada. Fingir que nuestra vida transcurre por la vía de la inocencia es ilusorio. La narración bíblica de la caída de Adán y Eva en el mal es el símbolo de una realidad cruda: toda la humanidad está contaminada de esa triste realidad. La semilla del mal la llevamos dentro como herencia malsana desde los orígenes de la humanidad.
¿Es utópico soñar con vernos libres del mal? Jesús nos enseña: “No nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal”. Es la oración confiada de quien se ve amenazado constantemente por el mal. Amenazados, sí; pero no condenados a a ser víctimas o gestores del mal. Jesús viene a rescatarnos de esas fuerzas tenebrosas que se esconden en nuestro corazón y que pugnan por dañar nuestro entorno humano.
El mal tiene mil caras: codicia rivalidad, odio, división, egoísmo. Y un larguísimo etcétera. Sus raíces están dentro de nuestro corazón y tienden a brotar, dañándonos y dañando a los demás. Somos hábiles para detectar el mal en nuestro entorno, y nos volvemos jueces severos que condenan. Identificar y asumir nuestro propio mal es tarea difícil, porque nos humilla vernos al espejo de nuestra propia conciencia.
Lo que podría considerarse como fatalismo (conciencia de nuestra propia maldad) contrasta con el evangelio. Jesús nos ofrece una vida nueva, sana, saludable, libre. Se trata de vivir como él, asumir las bienaventuranzas como código de vida, dejarnos conducir por la poderosa fuerza del Espíritu Santo que nos convierte en generadores de bien y valientes contra la tentación.
Leer noticias no debe conducirnos a la desesperanza: todo anda mal. Desde nuestra humilde condición de seres frágiles, nos animamos a emprender la lucha contra el mal fortalecidos con la energía del Espíritu, que es fuego que quema y calienta, viento que sacude y arrastra hacia la liberación en Cristo. Con la certeza de que, pese a todo, Cristo está triunfando sobre el mal, y la esperanza es más fuerte que el derrotismo. Triunfadores siguiendo a un Jesús triunfante, vale la pena asociarnos a él en la lucha contra las fuerzas del mal, propio y ajeno.
Sacerdote salesiano y periodista.