Mi abuelo escribió la historia del navegante que llegó al puerto de su ciudad natal en un barco mercante, quedándose a vivir allá. Aquel nunca dijo su historia ni de dónde venía. Se supo, sin embargo, que era poeta. Aunque al final sus versos a la vida los robara el destino, también poeta aventurero. Su historia se borró en las mareas del tiempo. Un día murió, como todos los rapsodas, en busca de las tierras lejanas de su idílica odisea. Mas en verdad no fue así, porque en la dimensión de la “entelequia” (que sólo existe en la imaginación) los poetas son eternos. Siempre esperó que regresara desde la lejanía aquel navío de emigrantes del pasado. Nadie lo sabe, pero imagino que un día al fin volvió el buque aquel. Tomó entonces el juglar su maleta de versos, sueños de amor e ilusiones y se fue en él, como todos los hombres del mar. Sus “hijos del olvido” le vieron partir, aunque mucho del poeta trashumante quedara en su sangre y memoria. Mi abuelo -al igual que aquel, rapsoda y argonauta- también partió. Habría de encontrar al fin del horizonte la isla encantada descrita en sus cantares. Versos que robara Calíope, la divinidad de la poesía, que surge luminosa desde el alma humana y luego abre sus alas de estrofas coloridas.
El poeta que vino del mar
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