Hace unos cincuenta años, el fantasma de la superpoblación planeaba sobre todos los países. El espíritu de Malthus, cuyas predicciones catastrofistas han sido -y siguen siendo- contradichas por la realidad, permanecía tercamente arraigado en el imaginario colectivo, y muchas personas “sentían” que dentro de una o dos generaciones habría una hambruna mundial que acabaría con el género humano.
Hoy día sucede lo mismo: es frecuente que sigamos creyendo que el mundo va a colapsar como consecuencia de la sobrepoblación… Pero esa creencia no pasa de ser eso, una suposición fundada en impresiones y clichés, pues con un poco que se profundice en el asunto, uno se da cuenta que las cosas no son ni tan sencillas -y por lo mismo-, ni tan fáciles de explicar.
De hecho, es más cómodo creer que la sobrepoblación va a terminar con el planeta que pensar, en serio, que lo que se necesita para que la humanidad siga progresando es mantener sociedades “jóvenes” (demográficamente hablado) y, por lo mismo, industriosas.
La realidad es muy distinta a la suposición de que estamos por hacer colapsar el mundo. Lo cierto es que, hoy día, nos falta gente… ¿Quién hubiera imaginado, hace unos años, que el miedo a la superpoblación se transformaría en su opuesto: en el afán de muchos países por fomentar la natalidad? Tal como recoge un artículo de The Economist, publicado en mayo pasado, y que se titula “Can rich world escape its baby crisis?”.
China, Francia, Rusia, Hungría, Corea, por ejemplo, han empezado en los últimos cinco años, a invertir grandes cantidades de dinero para fomentar la natalidad. Les mueven, principalmente, razones económicas. Concretamente, el tremendo problema que una sociedad “envejecida” afronta cuando la pirámide poblacional se engrosa en las partes superiores mientras se adelgaza en las inferiores…
El desequilibrio demográfico es un serio problema. Y no solo por razones relacionadas con las pensiones o la salud pública, o por la escasez de ciudadanos que se incorporen al mercado laboral… sino, principalmente, porque una sociedad en la que hay una franca escasez de jóvenes, es una sociedad en la que hay menos innovación, menos mano de obra y, por supuesto, menos recaudación fiscal.
Sin embargo… todas las medidas que los gobiernos han intentado para favorecer un crecimiento en la tasa de natalidad parecen enfrentarse con el fracaso. Quizá porque las personas siguen pensando que cada hijo que viene es un problema, un “centro de costos” y una fuente de complicaciones.
Tal como recoge el artículo al que hicimos referencia: “A medida que las mujeres se han ido acostumbrando a las prestaciones del gobierno [en los países que están intentando revertir la tendencia anti natalista a fuerza de subvenciones e incentivos económicos], la ayuda adicional ha sido insuficiente para provocar más nacimientos”. Por ese camino, se enfrentan a una realidad que consiste en pocos recién nacidos, y muchos millones gastados.
A fin de cuentas, la cultura parece estar por encima de la realidad. En este caso el dato no termina de matar el relato. Quizá porque el imaginario colectivo es más poderoso que las frías y exactas cifras económicas o de falta de innovación a la que se enfrentan esas sociedades que pueden llamarse “envejecidas”. No sólo porque haya un desequilibrio entre la proporción de jóvenes y viejos (como explicábamos) sino, principalmente, porque la mentalidad de los jóvenes les hace ser viejos sin iniciativa, ni ilusión de futuro.
Y así el futuro es preocupante, en sociedades conformadas por personas abocadas al aquí y ahora, para quienes el presente es lo único que existe… quizá porque ven el mundo a través de las pantallas, o porque su afán de distracción les lleva a no fijarse más que en lo que está frente a sus narices. Y más nada.
Ingeniero/@carlosmayorare