El 12 de junio de 1824 el congreso constituyente del Estado del Salvador sancionó la primera constitución que tuvimos posterior a la independencia de España. Eran días de mucha turbulencia política. Hacía menos de tres años que se había roto la dominación española. El acta de independencia de 15 de septiembre da fe ello, aunque una lectura cuidadosa de ese documento deja ver ciertas indecisiones e incluso ambigüedades. No es una declaratoria tajante y definitiva, tiene un toque de prevención que no se podía disimular. Se mandó a publicar “para prevenir las consecuencias que serían terribles, en caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”.
Algunos han visto en ello una maniobra de los criollos para no perder sus privilegios. Pero también puede verse como reflejo de la correlación de fuerzas en la Junta de notables que proclamó la independencia. Aunque se hable de una “voluntad general” de emancipación, lo cierto es que había grupos que no estaban convencidos de ello, y que se unieron al proceso, solo cuando vieron que era casi inevitable.
A diferencia de lo ocurrido en otras partes de la América hispana, en el reyno de Guatemala, la independencia se logró por acuerdo político, sin que hubiera guerra. Pero poco tiempo después, comenzaron las disputas respecto a cómo responder a una “invitación” del emperador Agustín de Iturbide para unirse al imperio mexicano. Se consultó a los ayuntamientos y la mayoría optó por la unión, pero los de San Salvador y San Vicente se opusieron tajantemente. Estas ciudades eran la cuna de un grupo de fervientes republicanos que veían mal independizarse para luego ser parte de un imperio que, si bien tenía una constitución, les recordaba mucho al antiguo régimen contra el que habían luchado.
Los republicanos rechazaron la invitación. De las cartas se pasó a los aprestos bélicos, primero con ciudades vecinas − lo que sería nuestra primera guerra civil − , luego contra Guatemala, y más tarde contra las fuerzas mexicanas dirigidas por Vicente Filísola. San Salvador, resistió el asedio, pero terminó siendo tomada. Sin embargo, fue una victoria pírrica, pues a los pocos días se supo que Iturbide había perdido el poder. Filísola se encontró en una situación incómoda. Antes de salir de territorio centroamericano, retomó la parte del acta de independencia de 1821, que habla de la convocatoria a un congreso. Idea que también ya era considerada entre los centroamericanos.
Sin embargo, el panorama político había cambiado significativamente por el affaire mexicano. Las fuerzas más conservadoras, radicadas principalmente en Guatemala estaban desprestigiadas por haber apoyado la unión. Por el contrario, el republicanismo sansalvadoreño se había fortalecido; e hizo de la derrota militar contra los mexicanos una victoria política que explotaron muy bien, al punto que el congreso constituyente federal no dudó en adscribirse al republicanismo. Esa posición queda meridianamente clara en el caso salvadoreño, que promulgó su constitución antes que la federal, sin renunciar al proyecto federal.
La premura con que se dio la primera constitución de El Salvador ha sido objeto de discusión. Bien puede verse como una presión adicional para que el congreso federal asumiera explícitamente el sistema republicano, pero también garantizar cierto margen de autonomía respecto a Guatemala, que sería el Estado más fuerte de la Federación. En tal sentido, resulta muy iluminador el artículo 1 de la constitución salvadoreña. “El Estado es y será siempre libre e independiente de España y de México y de cualquiera otra potencia o gobierno extranjero, y no será jamás el patrimonio de ninguna familia ni persona”.
Llama la atención la manera tan fuerte en que se insiste en la independencia. La alusión a España es entendible, había dominado estos territorios por casi trescientos años. Aludir a México se explica por el traumático episodio con Iturbide. Pero mencionar a cualquier otra potencia, solo se justifica como confirmación de una voluntad independentista a ultranza. Aclarar que el Estado “no será jamás el patrimonio de ninguna familia ni persona” puede ser una alusión directa a Iturbide, pero sería redundante. Más bien alude a la vocación republicana de la elite sansalvadoreña, para quienes el poder político solo podía emanar de la voluntad ciudadana, pero sometido al imperio de la ley y en un marco de libertad. Lo anterior queda claro en el artículo 13: “El pueblo no puede ni por sí, ni por autoridad alguna, ser despojado de su Soberanía; ni podrá excederla sino únicamente en las elecciones primarias, y practicándolas conforme a las leyes.”
El gobierno sería “popular representativo”, con la clásica división de poderes: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Se establecía explícitamente, además, el derecho de petición y la libertad de imprenta, pilares básicos del republicanismo y la posibilidad de “censurar la conducta de los funcionarios públicos en el ejercicio de su cargo”.
La constitución de 1824 destaca no solo por haber sido la primera. Puede verse como una radical declaratoria de independencia, que subsana las ambigüedades de la de 1821. Pero, sobre todo, por su indiscutible vocación republicana, en un periodo en que todavía se dudaba sobre la forma de gobierno a adoptar. En tal sentido, hoy día los salvadoreños debiéramos reflexionar sobre el valor de esa herencia y sobre todo, pensar sobre los retos que la república y la democracia enfrentan hoy día.
Y es que la legitimidad de un gobierno no puede basarse únicamente en la “voluntad popular” expresada en las urnas. Eso es importante, pero no basta. Un elemento fundamental es el respeto a la constitución, la independencia de los poderes, y la existencia de un sistema electoral que garantice una competencia electoral con la mayor equidad posible; es decir, que los partidos contendientes compitan con reglas que apuesten por el pluralismo político y no favorezcan la concentración del poder en uno solo.
Otro elemento clave es la rendición de cuentas. Los funcionarios de gobierno solo pueden hacer aquello que les manda la ley y no pueden excusarse de su cumplimiento, y para esto se requiere transparencia en la gestión pública. Cosa que parece olvidada. Esa capacidad de “censura de los funcionarios” de que hablaban los constituyentes de 1824, solo es posible en la medida en que la ciudadanía sepa qué hacen, cómo lo hacen, y para qué lo hacen.
El país ha cambiado mucho a lo largo de doscientos años de vida republicana. Pareciera que ya no tiene sentido pensar que debemos defender la independencia contra las amenazas “de cualquier potencia o gobierno extranjero”, como se demandaba en 1824. Los retos mayores provienen del interior, comenzando por la salud y robustez de nuestra democracia, sometida a las veleidades del populismo y la intolerancia. Lejos estamos de que nuestro sistema fiscal funcione según las aspiraciones de la constituyente de 1824, que pugnaba porque los salvadoreños contribuyeran a los gastos del Estado “con proporción de sus haberes”, como se estableció en el artículo 8, literal 3.
La indiferencia con que últimamente se ve la constitución dice mucho de la calidad de nuestra ciudadanía. Pareciera que es más fácil prestar juramentos de fidelidad que asumir las responsabilidades que emanan de los deberes y derechos ciudadanos. Quisiera equivocarme, pero temo que el aniversario de la constitución de 1824 pasará desapercibido. No hay mucho que celebrar. Hacia 1874, Francisco Esteban Galindo, publicó su “Cartilla del ciudadano”, creyendo que la escuela debía formar a los futuros ciudadanos. Realista como era, no dudó en afirmar: “En la América Latina la República aun no se consolida porque las masas no tienen una educación republicana”. Ciento cincuenta años después, las palabras de Galindo siguen siendo válidas.
Historiador, Universidad de El Salvador