Alrededor de las recién pasadas elecciones en México, los estudios y las encuestas recogían algunas opiniones interesantes, que luego se vieron reflejadas en las urnas. Como, por ejemplo, que el 56% de los votantes afirmaban que no les importaría que un gobierno no democrático llegara al poder, siempre y cuando resolviera los problemas.
Otro dato es que, si bien el 60% de los mexicanos decían apoyar al presidente, el 80% afirman que la seguridad, la economía nacional y la economía familiar, la educación y la salud empeoraron o siguen igual durante su período, y sin embargo, votaron por la continuidad ¿Cómo entender la paradoja?
Las explicaciones van por dos vías. La primera es que AMLO, y la candidata de su partido Claudia Sheinbaum, más que despertar la esperanza de una mejora, siguen representando una poderosísima idea política: son el anti-establishment; y, por lo mismo, representan una ruptura en un país dominado en épocas pasadas por el PRI, el PAN y el PRD… Es decir, que la sensación de la necesidad de un cambio que lo llevó al poder hace cinco años, sigue viva y habría hecho que la gente, más que votar por la señora Sheinbaum, haya dado -una vez más- un voto de castigo.
La segunda explicación; sobre todo considerando que el pueblo mexicano no tiene ningún tipo de sentimiento mesiánico para López Obrador, va por la vía de lo que ahora se llama “desafección política”. Un sentimiento instalado en los electores que se caracteriza por pasar de ideologías, doctrinas y consignas (izquierda/derecha, revolucionario/democrático, progresista/liberal) y votar, simple y sencillamente, por el candidato que la gente cree que va a resolver sus problemas.
El lector ya habrá advertido que la desafección política es una de las hijas primeras del sentimiento anti-establishment. Ese rencor que los políticos en muchas partes del mundo se han ganado a fuerza no solo de hacer mal las cosas relacionadas con la res publica, sino también por actos de corrupción económica, corrupción política, y fraudes de ley, que en estos dorados tiempos de híper conectividad, no solo son imposibles de ocultar al gran público, sino que además gozan de una velocidad sorprendente a la hora de llegar al teléfono inteligente del último ciudadano.
De la desafección política, o, mejor dicho, cuando reina la desafección política entre los votantes, se deriva el intento de pulverizar las instituciones, prescindir de la democracia representativa, transformar los códigos dentro del sistema de derecho de un país, anular la Constitución siempre y cuando estorbe al que desde el poder resuelve (o parece que resuelve, al menos en el corto plazo) los problemas, etc.
Estamos navegando con velas desplegadas -hinchadas muchas veces por el odio popular, o la esperanza infundada-, en el mar de lo que la lógica gramsciana llama la “batalla cultural”.
Una forma de hacer política, que MORENA ha explotado perfectamente en México y muchos utilizan en otros lares. Una estrategia que se apoya en tres columnas.
La primera, el manejo adecuado de la comunicación que hace omnipresentes a los políticos de turno. La segunda, la educación. Un recurso utilizado ampliamente por cualquier gobierno que proponga mantenerse en el poder en el largo plazo. Y la tercera, la puesta de todo el Estado y sus instituciones al servicio de los intereses del poder Ejecutivo: desde reformas constitucionales, hasta acaparamiento de los poderes del Estado por cualquier medio, pasando por brincarse alegremente la ley pues cuentan, también, con el sistema judicial de su parte.
Todo sumado, desemboca en la desafección política: ese estado de mente (aunque quizá sería más adecuado decir ese sentimiento) que lleva a los votantes a no pensar en ideologías o doctrinas y votar, simplemente, por el candidato que, segíun su criterio (un criterio bastante manipulado, todo hay que decirlo) erradicará los problemas atávicos que toda sociedad padece.
Ingeniero/@carlosmayorare