Una de las características más notables de la gente joven, de las generaciones que poco a poco se están convirtiendo en protagonistas, y que inundan las redes sociales y dan forma a lo que “antes” se llamaba opinión pública y ahora simplemente es #hashtag,efímera actualidad mediática, es su sentido de la justicia. De hecho, pocas cosas hay que despierten tanta indignación en las nuevas generaciones como la injusticia y la discriminación.
Esa característica tan suya, por una parte, los hace eficaces luchadores para promover y defender ideales y cruzadas de cambio social… mientras, por la otra, también los hace fácilmente manipulables por parte de personas con intenciones cuestionables y no pocas veces un tanto turbias, que los “convencen” y los mangonean para conseguir mediante su activismo, en las calles o en las redes, sus propios intereses.
Políticamente, por ejemplo, en la última década hemos tenido “primaveras” -como se les bautizó mediáticamente- en algunos países musulmanas como Túnez, Egipto, y Yemen; así como en Chile, Colombia, y Ucrania… “revoluciones” blandas que en algunos casos lograron transformaciones profundas y en otros, aún cuando fueron eficazmente reprimidas, hicieron que la política -en los países donde estallaron-, no fuera ya más nunca igual.
Socialmente, algunos representantes emblemáticos de este movimiento de rebeldía social protagonizado por jóvenes han sido los movimientos “black lives matter”, y el “me too” en los Estados Unidos; los indignados instalados en la Plaza Mayor de Madrid y el triunfo del Brexit (que a ciencia cierta no se sabe si por el activismo o la apatía de los jóvenes) en el Reino Unido. Por citar algunos casos en los que los jóvenes han hecho que la balanza se incline para un lado determinado.
No sabría decir si una de las causas de este movimiento de indignación de las juventudes, o un síntoma de su presencia en nuestras sociedades, es el llamado movimiento “Woke”: una forma de pensar que desde las cátedras universitarias de las principales universidades norteamericanas, y de la mano de los medios de comunicación y del mainstream de Holywood (que no es poca cosa), ha desembocado en lo que alguien ha descrito como una iniciativa cultural que “en nombre de la protección de las diversidades, termina por borrar el sentido de cada identidad, con el riesgo de acallar las posiciones que defienden una idea respetuosa y equilibrada de las diferentes sensibilidades”.
La paradoja es que en un mundo que aprecia la diversidad de pensamiento -o por lo menos alardea de ello-, se termina por elaborar, difundir e imponer una especie de perspectiva única, de visión monocular; que se caracteriza por rechazar la historia. O, peor aún, que se siente imperada a reescribirla en base a categorías contemporáneas, inmediatistas, más bien sentimentales y emocionales -subjetivas por definición-, que obligan a que todo hecho debe interpretarse según la hermenéutica hodierna, no según las categorías de interpretación inherentes a cada época particular.
Una situación que, pensándolo bien, solo es posible desde una honda ignorancia o desde una superficialidad en el análisis, que hacen imposible contra argumentar a los que imponen sus puntos de vista sin argumentos y, en muchos casos, simplemente con la fuerza de “lo que dice la mayoría”, o de lo que se publica en redes, plataformas de entretenimiento y/o noticieros virtuales que no se preocupan en absoluto en corroborar la veracidad de sus fuentes, dando por bueno, simplemente, lo que es opinión generalizada.
Un tema que, bien mirado, resulta preocupante pues a fin de cuentas termina en imponer “verdades”que se basan más en percepciones que en hechos y que, al final del día, nos hacen vivir en una burbuja (no por lo efímera sino por lo cerrada, e incluso me atrevería a decir hermética) en la que todo hace sentido… siempre y cuando no nos salgamos de sus presupuestos, suposiciones y “verdades” compartidas.