Racismo, ecologismo, feminismo, heteropatriarcado, cultura de la cancelación… son conceptos que hace unos años se entendían dentro de su contexto propio, y que hoy día tocan cuerdas en el interior de muchas personas, resortes que vibran en diferentes longitudes de onda dependiendo de qué tan metidas estén en el mainstream cultural, o sean individuos de criterio, que saben por qué sostienen las ideas que defienden.
De la mano del cuidado del medio ambiente, y su eterna amenaza: el cambio climático, da la impresión de que nos hemos ido poco a poco acostumbrando a una pseudociencia difundida por los medios de comunicación, que como parásita del verdadero conocimiento científico nos presentan lo que llamo “conocimiento light”, o ciencia ligera.
Una forma de ver la realidad que se da por buena sin que haya autoridad científica -de las de a de veras- que lo sostenga, ni estudios sistemáticos que la comprueben, ni datos sólidos que corroboren las afirmaciones… Pero que todo mundo da por ciertas.
Hoy día, en los modos de comunicación -redes sociales mediante-, la consigna parece ser -parafraseando el célebre “miente, miente que algo queda” de Goebbels– “escandaliza, escandaliza que algo queda”… hasta llegar a convencer a no pocos de que es necesario sacrificar la vida de seres humanos en aras de la conservación del hielo del ártico, que somos demasiados en el mundo, y que nos estamos acabando el planeta, por ejemplo.
Lo cierto es que, a falta de datos realmente fiables, se echa mano de sentimientos poderosos. Uno de los cuales, el victimismo, se lleva el premio cuando se analiza el modo en que las nuevas generaciones se asoman al balcón de la historia. Es fácil definirse personalmente por las propias heridas, es conveniente echar la culpa de los defectos de uno a las malas intenciones y equivocados comportamientos de los antepasados, y es reconfortante saber que si no estamos tan bien como deberíamos (o quisiéramos) a fin de cuentas la culpa la tiene George Soros (¡¿?!).
Un victimismo que desemboca en el simplismo mental con que se analizan las situaciones y, por lo mismo, en la intolerancia más rabiosa frente a quienes se considera culpables de todo: desde la incapacidad para establecer relaciones personales estables, hasta las olas de calor que periódicamente nos golpean.
Los movimientos de género, y su subproducto más radical, el transgénero, son herederos directos de esta manera de pensar (¿o sería más adecuado decir de esta manera de sentir?): a partir de aquello de que “nadie me puede decir cómo debo vivir”.
Estirando los postulados, hemos llegado a aceptar que la cultura nos diga cómo debemos de sentir (nos), y convertirnos en intolerantes con todos aquellos -independientemente de que se trate de personas concretas, instituciones, o costumbres sociales- que, critiquen, obstaculicen, rechacen, la forma de vivir la vida que cada uno “escoge”.
Muchas personas, reacias a que se les diga cómo deben vivir, y con el discurso de la defensa de la propia libertad, terminan por elevar a la categoría de imperativo moral las dependencias y adicciones individuales… pues, en realidad, no solo hemos llegado aceptar con simpleza que “todo es bueno”, sino que nos plegamos a lo que unos pocos: periodistas, productores de cine, editores, políticos, _ _ _ _ _ _ _ _, (llene el lector la línea de puntos) deciden acerca de qué es lo correcto, lo culturalmente aceptable.
Así, por ese camino, en las sociedades en las que vivimos, como ha visto con acierto un analista “hemos pasado de los diez mandamientos, a los cien mil. Contradictorios entre sí muchas veces y solo unidos por la animadversión a los enemigos: los valores arraigados en la fe, la familia, la libertad de educación o el patriotismo. Del ´vive y deja vivir´ hemos pasado al ´o vives según mis normas, o no vives´”.
Ingeniero/@carlosmayorare