Era el típico residencial cerrado sansalvadoreño con-como hubiera dicho mi tía-su parque, sus casas, su caseta de seguridad y su palo de mango. Corrían los primeros años de la segunda década del siglo. Éramos un residencial feliz, porque estaba lleno de niños que se reunían en la tarde a cortar mangos y jugar fut, todos los vecinos nos llevábamos y respetábamos, y la vida era tranquila y apacible.
Excepto por la casa grande de en medio del residencial. Pues, entre todos los profesionales, y jubilados, allí vivían “los cipotes”. Léase, los cipotes universitarios, allí instalados para estudiar, pero que...bueno. Obviamente creo que el 96.9% de los salvadoreños hemos vivido las fiestas pre, post y durante los parciales, el ciclo y demás.
Cada viernes, el residencial se llenaba de carros, algunos de los cuales, al igual que sus ocupantes, dormían allí hasta altas horas del siguiente día, o todo el fin de semana. Y yo, bendecida porque el palo de mango estaba frente a mi casa, no podía salir porque ALLÍ parqueaban los carros, y no siempre exactamente rectos. “Estimados vecinos, favor mover el carro rojo/verde/azul/plateado, pues obstaculiza mi salida”, escribía furiosa en el chat. Otras veces les iba a tocar la puerta. Otras veces llegaba yo tarde a mi casa, sólo para descubrir que no podía parquear. “Estimados vecinos, favor mover el carro rojo/verde/azul/plateado, pues NO PUEDO PARQUEAR”,tecleaba fúrica mientras le preguntaba a Don José, el vigilante, de dónde era el carro. Sí, exacto, de la casa de los “cipotes”.
A pesar de los carros, había momentos entretenidos. Los dramas pasionales (“no me dejés por favor, te lo ruego” ante una puerta cerrada), las cheras histéricas porque los papás se habían dado cuenta de que se habían quedado a dormir, y demás. Yo tenía un aire acondicionado que sonaba como pulmón de acero, pero una de mis vecinas me contaba que aquello parecía discoteca. Una noche vi de esas luces que cruzan el cielo y pensé que habían puesto algún “chupadero” detrás del residencial. ¿Adivinen quiénes eran..?
Así que,poco a poco, entre las pitadas a las 2 a.m.,las cajas de cerveza abandonadas, las amontonadas, las bolsas de basura y los carros, otros vecinos empezaron a molestarse. Y todo explotó la noche de la “fiesta negra”. Ahora me río, pero imagínense ustedes que de repente empiecen a entrar carros y carros, al punto que llenaron el parqueo del residencial y las casas aledañas,y todo el residencial (estoy hablando literalmente) estaba lleno de gente vestida de negro. Yo esa noche me dormí, creo que estaba enferma, pero mi vecina de al lado me contó que llegó el CAM.
Esta situación se tenía que subsanar.
Así que entre los vecinos indignados planeamos una “intervención”. El punto era darles un ultimátum: o se portan bien o.... El problema era que nadie, ni los vecinos colaboradores, ni los indignados, sabíamos qué era ese “o”. Decidimos invitar al doctor, esposo de la doctora de la que ya he escrito. El doctor era un hombre cuerdo y mesurado, su casa estaba al lado de la de los “cipotes”. Él nos resolvería. Citamos a los “cipotillos” por carta y le pedimos al doctor que estuviera presente.
Eran tres y sólo se presentó uno. Todos nos pusimos en un círculo alrededor de él y le empezamos a decir de todo. Era una catarsis colectiva. El pobre cipote sólo nos miraba con cara de “¿qué hago?”. Seguíamos y seguíamos, porque el doctor nunca aparecía. Finalmente, apareció de lo más tranquilo, en shorts, camiseta y “yinas”.
“Pues sí, Doc”, le dije, “dígale a estos jóvenes cómo se tienen que comportar”. Y claro, todos nos quedamos expectantes, esperando la “bandeada” que les iba a dar.
El doctor se tronó la espalda y miró al cipote fijamente. “Mirá, cipotillo. Yo vivo en la casa al lado tuyo. Tengo una esposa y dos hijos que tengo que llevar al colegio todas las mañanas, y te oigo tus parrandas hasta con el aire puesto. Hacen un penco de ruido. ¿Pero sabés qué es lo que más me molesta....?”.
Había un silencio sepulcral. El pobre cipote estaba rojo, rojo, rojo. Yo estaba felíz. ¡Por fin alguien se la iba a soltar como se lo merecía!
“En serio, ¿sabés qué es lo que más me molesta? Y de verdad me molesta porque me tenés despierto hasta las tres de la mañana y tengo que ir clareado a dejar a mis hijos...¡QUE NO ME INVITAN VOS! Uno penqueándose en el hospital todo el día y oye una buena rola, se desvela y no puede llegar. No, eso está mal, muy mal. Venite un día, que vos y yo tenemos que hablar”.
El cipote aprovechó el desconcierto de los vecinos para disculparse por como la centésima vez en la noche, y se fue a meter a su casa. Todos nos quedamos como “pero, Doc,usted era quien le iba a decir las cosas”.
“Miren”, nos dijo el doctor, “yo le podía haber dicho un montón de cosas, ¿pero qué íbamos a resolver? No iban a conseguir nada humillando al cipote en público. Eso era crear más pleito. Yo voy a hablar con ellos. Y claro, si me invitan a las rolas voy a ir...”.
Fue una noche equis, en un residencial, como cualquier residencial del Gran San Salvador. Miles de residenciales tienen el mismo problema. Lo que cambió aquí fue el enfoque. El doctor -que cree firmemente que su familia y su matrimonio son su apostolado-hizo de una situación potencialmente explosiva, una situación hasta cómica, pero creó vínculos de paz en el proceso. Nunca supe si hablaron, pero poco a poco desaparecieron las cajas de cerveza y los dueños de los otros carros respetaron mi espacio. El cipote creció, se casó y es un exitoso empresario.
Cuando pensamos en la palabra “pacificador”, quizás pensamos en una persona pasiva, o en alguien ondeando una banderita blanca con cara de miedo. Los pacificadores no son ni tontos ni cobardes ni pasivos. Todo lo contrario. Los pacificadores son aquellas personas que se dan cuenta de que ningún pleito se subsana haciéndolo más grande, que insultar y exigir que la gente haga, diga y piense lo que nosotros creemos que es correcto simplemente genera violencia. El doctor, si leen, les dijo la verdad-que lo molestaban-pero evitó la humillación pública. Y eso cambió las cosas.
Es interesante notar que de todas las Bienaventuranzas, la que menciona a los pacificadores es la que dice que serán llamados hijos de Dios. Es que sólo una persona que está en paz con Dios está en paz con sí misma; y sólo una persona que está en paz con sigo misma puede sentirse cómoda estando en paz con los demás y se atreve a tender puentes donde otros los queman por cólera o resentimiento.
Han transcurrido dos décadas desde ese día. Durante años, mi lucha más grande ha sido que no se me salga el genio. Un santo hombre de Dios me dio la siguiente frase como norte “La verdad, dicha sin caridad, es una injusticia” (San Alfonso María Ligorio). Mejor receta, imposible.
Así que allí, en nuestros residenciales, con nuestros vecinos, en el tráfico, el supermercado, donde sea, recordemos que el conflicto genera más conflicto. Tomemos el reto de tratar de entender, de tender puentes, de apaciguar los ánimos, de ser pacificadores y ser llamados hijos de Dios.
“Felices los que trabajan por la paz, porque se llamarán hijos de Dios.”
Mateo 5,9. Biblia de Nuestro Pueblo
Educadora.