¿Cuándo se acabará el mundo? Una pregunta muy pertinente en la cultura occidental, pero con poco sentido en algunas orientales, para las que el tiempo no es lineal, sino cíclico. Pero bien. Hemos crecido viendo el tiempo avanzar y creyendo que todo se dirige hacia el fin. Tanto por motivos civiles: los romanos contaban el tiempo desde la fundación de Roma; como religiosas: la espera de la segunda venida de Cristo, que conllevará consigo el fin del mundo tal como lo conocemos.
Si somos pesimistas, y la hiper comunicación en la que vivimos nos lo facilita, vemos a nuestro alrededor guerras, pestes, desastres climatológicos, agitación política, terremotos… y precisamente por ello, no nos quedaría más que sentarnos a esperar que “esto” se acabe.
Pero… si somos optimistas, fácilmente podríamos echar mano de los dichos del rey Salomón y repetir con él aquello de que “no hay nada nuevo bajo el sol”, y seguir viviendo confiados en que, si va a llegar el fin del mundo, a nosotros, de plano, no nos va a tocar.
Como sea, la inquietud por el fin ha sido siempre una preocupación de la humanidad. Más aún, la astronomía y la comprensión del cosmos han ocupado las mentes más preclaras desde antiguo. Para muestra un botón: el día añadido al año 2024 en este mes de febrero, es prueba de cómo algo tan relativo como la medición del tiempo, se ha convertido ya en patrimonio común (sin detrimento del calendario juliano de los rusos, ni del año nuevo chino que se acaba de celebrar).
Desde que tenemos memoria estamos viendo anuncios del fin del mundo: empezando por la profecía maya que nos aseguraba que todo terminaría el 21 de diciembre del año 2012… hasta la popular “rebelión de las máquinas” que sirve de exitoso argumento a novelas y películas, y que hoy día, con el advenimiento de la Inteligencia Artificial, ha cobrado auge.
Con todo, hay que decir que la expresión “el fin del mundo” tampoco es unívoca. Para algunos es el fin de la humanidad o extinción de la estirpe humana; para otros -científicos- será el colapso final del proceso llamado “big crunch” (gran colapso) que sucede al original “big bang” (gran explosión) que estuvo en el origen universal. Religiosamente, el fin del mundo es la segunda venida de Cristo y el juicio universal; y culturalmente, el fin de los ciclos temporales predichos por civilizaciones antiguas, como los mayas.
El fin de todo ha sido profetizado muchas veces. La primera conocida es el colapso de Roma en el año 741 antes de Cristo, profetizado por 12 águilas a Rómulo, asegurándole que la ciudad por él fundada no sobreviviría después de ese año. Fecha que, al no cumplirse lo predicho, se fue postergando al 634, 389… hasta que ya nadie le prestó atención.
Si, por curiosidad, el lector busca en Wikipedia las predicciones sobre el fin del mundo, se encontrará con más de sesenta fechas que han sido propuestas para que éste se dé. ¿La más lejana? El año 5079, cuando según Baba Vanga (mística, clarividente y hierbóloga búlgara) atravesaremos los límites del universo y todo desaparecerá. ¿La más cercana? El 27 de agosto del año 2028, cuando según la prestigiosa revista Science la humanidad alcanzará su límite poblacional y todo colapsará. Una fecha, todo hay que decirlo, calculada y publicada en 1960, cuando la demografía se comportaba de manera muy diferente a como lo hace hoy día.
Lo cierto es que la idea de que todo tiene su fin llama poderosamente la atención a la mente humana… lo sensato, al fin y al cabo, no es pensar-preocuparse-afligirse por el fin del mundo, sino apreciar cada momento de la vida, y para eso, como se ha escrito, empezar por dejar de “buscar señales de declive para confirmar nuestro pesimismo”.
Ingeniero/@carlosmayorare