“Los trenes de plata del destino han de volver” dijo a Joe Saturno, Gabriele su joven guía. Pero el relojero -en sus adentros- dudó si tanto su regreso, como el eterno florecimiento de las sakuras volvería. “¡Te pido que no repares el reloj de la torre -suplicó nuevamente la joven. Si lo haces, todo este florecer de la vida habrá de pasar!” J.S. miró hacia el calendario de la sala del hostal. Ya habían pasado tres de sus diez días marcados. “Soy sólo un relojero más, poeta y trotamundos -le dijo con desengaño. No tengo el poder divino de detener el tiempo ni la vida.” Gabriele miró hacia el almanaque y dijo con dulce dolor “El calendario marca los mismos diez días de mi vida. Si echas a andar el reloj de la plaza, caeré junto a las rosas del cerezo.” Entonces se abrazó a J. S. que -secando sus lágrimas con un pañuelo- le prometió retrasar de alguna manera su misión. Luego estuvieron sentados en una banca de la vieja estación. La boletería lucía desierta, sin pasajeros pidiendo el boleto de su destino. Pasaron de largo ante ellos un fogonero azul, un guardavías alado, un enano banderillero y un vendedor de diarios impresos en letras negras. Por un momento el aire se llenó del efímero esplendor de los últimos diez florecidos amaneceres de sus vidas. (X) (“Los Diez Días de la Flor de la Vida” ©C.Balaguer)
Los trenes de plata del destino
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