Joe Saturno -como dije antes- era un extraño poeta, agente viajero y relojero. En aquel viaje -más allá del tiempo y de la vida- escribió en su libro de viaje otra de sus experiencias sobrenaturales. El corno de un tren en lontananza le había parecido la voz de la misma divinidad de Cronos, devorando a sus hijos y a las mismas rosas de la felicidad. Por ello escribió: “Me hechizó la voz del tiempo; del tren que partía como la de un dios que se va para volver a nacer en algún distante sueño de amor. La vida como la floración de los cerezos habría de pasar. Por eso tratamos de detenerla en un verso, un abrazo, un recuerdo, una pintura en el lienzo de tela o en todo aquello que pueda retener su dulce y triste adiós. Nuestra existencia es precisamente un viaje. Por ello se llaman “estaciones” las diferentes paradas del ferrocarril del destino. El año y la existencia se dividen en cuatro estaciones. O quizá en muchas. ¿Cuánto dejamos o nos llevamos de cada una de ellas? Niñez, juventud, madurez y ancianidad pasan de largo en las vueltas del camino. Y allá van quedando atrás las rosas del cerezo y la voz profunda y lejana del tiempo perdido.” (VIII) (“Los Diez Días de la Flor de la Vida” ©C.Balaguer)
Eternidad de la voz del tiempo
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