Durante su largo viaje hacia aquel pueblo olvidado, Joe Saturno -poeta, agente viajero y reparador de relojes de torre- arribó, como ya sabemos, a la estación de trenes y a la estación primaveral. Había llegado, repito, con el fin de reparar el reloj de la plaza mayor. Como dije antes, al bajar del vagón quedó desconcertado ante el escenario de una esplendorosa y eterna primavera. El ferrocarril que lo había llevado siguió su marcha, perdiéndose de vista en la leyenda. J.S. no se extrañó de eso porque en él todo pasaba, como el mismo tiempo, en los cronómetros del destino. En la antigua estación ya nadie esperaba la llegada de más locomotoras -si es que habrían de volver e irse de largo. En un desleído rótulo se había casi borrado el nombre del poblado. Perturbado por aquel aire de florecida eternidad, comenzó a recorrer el lugar siguiendo a Gabriele, su joven guía. Pasó ante ventanas donde felices rostros fantasmales espiaban a quienes pasaran de largo y luego desaparecían como fugaces visiones. “La juventud es la primavera de la vida” -dijo a la niña. Aunque tan sólo durara los diez días de la breve floración de los cerezos. La boletería quedó atrás, vacía y sin pasajeros, pidiendo el viaje de vuelta a su perdida estación primaveral. Ante aquella desconcertante escena -de trenes de paso como el destino- J.S. buscó a alguien a quien preguntar qué había quedado del ayer, sin encontrar a nadie que le respondiera. Pero al ver a los ojos de Gabriele encontró lo que quedaba del mañana. (VII) (“Los Diez Días de la Flor de la Vida” ©C.Balaguer).
Trenes de paso como la vida
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