Existen conjuros, embrujos, hechizos que nos hacen palidecer frente a sus mágicos poderes. Tenemos la habilidad de crear drogas que metamorfosean en adictos a todos a los que las rocen. Son somníferos, anestésicos, que transforman el mundo físico en un plano donde los sueños brotan de la lluvia. Son potentes atractores, son la piedra angular de toda manipulación, son los caramelos de los embaucadores, las migajas de los políticos, las herramientas de los oradores, lo importante de las reuniones, la guirnalda de los reencuentros. Son las piezas del rompecabezas, los pasos en el laberinto. Son las chispas del fuego pasionario de una riña y las blanquecinas cenizas de un amorío canibalizado. Son vida y muerte en su más pura esencia, son amor y odio separados por una letra.
Hay ciertos vocablos de nuestro léxico, palabras puntuales del vocabulario universal, marcadas combinaciones de fonemas que, para disgusto de los que no hallan alternativa a su dependencia; se estampan en el subconsciente del incauto seducido. Son tan poderosas sus conjuraciones que, aunque nos neguemos a aceptarlo, todos somos adeptos a ellas. Términos de los cuales la mera idea de manifestación es suficiente para movernos a través del valle de las lágrimas. Premios a un esfuerzo, a un sacrificio, a un logro, a una exigua muestra de cariño. Son las bayas de la zarza ardiente, las semillas del árbol de la vida.
Somos adictos a ciertas palabras, solo un idiota puede negarlo. Dentro de cada uno de nosotros existe una máquina, un motor, que se alimenta de las delicadas caricias de los vocablos que chocan contra nuestros oídos. Estamos enganchados a su adictiva y efímera declaración, estamos enganchados a bocanadas de aire que, para nosotros, tienen un significado mucho mayor que el de la propia vida. Somos borregos del ruido, eso está claro; somos seguidores de oraciones, fanáticos de las palabras, adictos a los suspiros de un alma encerrada en un sonido.
Porque las palabras no son más que aquello que queremos que sean, no existen fuera de los límites de lo que entendemos como idioma, pero es lo que transita encima de cada exhalación lo que le da peso al viento. Es la idea que, como un lastre, viaja del labio al cerebro persiguiendo el deseo de expresar la más infinita fantasía. Somos adictos, algunos más, otros menos, de las más refinadas exteriorizaciones de los eternos edenes internos. Porque nos muestran realidades idealizadas, verdades ocultas en sueños olvidados.
Porque añoramos que nos griten ‘¡Te amo!’, queremos que nos repitan, suavemente y sin titubear, que nos desean. No nos cansamos de escuchar que nos aplican adjetivos: poderoso, inteligente, locuaz, atento, audaz, fuerte, tolerante, líder. No nos asquea que armen discursos donde nos mezclen junto con: lujo o dinero, orgullo o humildad, sabiduría o astucia.
Pero las palabras de poco valen porque no son más que un batiburrillo de letras, lo que nos interesa no son los millones de combinaciones que se pueden hacer con los grafemas del abecedario o los sinónimos de esos términos. Nosotros codiciamos las ideas que representan, el corazón de las voces que nos llegan, anhelamos las ideas que encapsuladas en perturbaciones del aire, encadenadas en las gotas ordenadas de la tinta, revientan dentro de nuestro ser para desnudarnos frente a la fuente del placer, para llenarnos del más natural gozo, el más divino sentimiento de satisfacción.
Somos adictos a las palabras, eso es indudable, porque no podemos encontrar su potencia en ningún otro sitio. Estamos enviciados a los embriagantes efectos del ruido ordenado, del caos reorganizado, porque no es posible manifestarlo fuera de la fugaz vida de una palabra. Las palabras tienen poder y eso, creo, lo hemos olvidado. [FIRMAS PRESS]
*Escritor panameño.