Más que nacer en un pesebre de pastores del desierto, Jesús nació en el alma de la humanidad. Entretanto, los parias y fantasmas de la urbe marginal -sin risa y navidad, sin sol ni porvenir- vagarán entre pasadizos y edificios de piedra, buscando amor. Acaso al Divino Niño del pesebre del desierto; mientras a lo lejos la multitud celebre con pompa, fiestas y luces bengalas el nacimiento del Mesías. Otros esbozarán una dulce y enajenada sonrisa ante un rayo de luz o un mendrugo de pan que les ofrende algún piadoso transeúnte. Quizá asome en sus ojos un destello de dulzura, a cambio de una fría moneda. Y sin tener nada sonreirán con tan poco. Como sonríe un loco inofensivo, un niño sin fiesta ni tambor pascual ante un caramelo. O alguien que sueña un breve instante su felicidad. Estos son los que se salvan en ese mundo olvidado. Aquellos que se ríen del dolor y de la suerte; quizá de sí mismos… Renaciendo como la esperanza, tras las rejas o en la soledad del desierto. Quizá un joven sin futuro ni fortuna o una dama de la noche en su edad florida, se perderán entre la urbe de ceniza tras la luz de navidad. Y nuevamente esbozarán una sonrisa como mueca al destino o a la promesa de un nuevo amanecer. Son ellos, los parias fantasmas marginales de la vida. Detrás de alguna estrella que les lleve ante la divinidad del pesebre.
Vagabundos sin risa y Navidad ante el Dios del pesebre
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