Cuando el emperador Constantino (306-337) tuvo la visión del símbolo de la cruz en el cielo, marcó el antes y después de la historia del cristianismo en la Historia Universal. Se conoce que el emperador era adepto del culto solar y veía en el “Sol Invictus” el fundamento teológico y espiritual que aseguraba la unidad del Imperio Romano. De acuerdo con los historiadores, ese primitivo sentido religioso relativo a un dios todopoderoso, único y universal sentó las bases para que Constantino pudiese convertirse posteriormente al cristianismo, religión la cual, a su vez, predica la existencia de un Dios único y supremo.
Si bien es cierto que las fuentes históricas difieren en los detalles, todas concuerda en que Constantino tuvo una visión antes de entrar en la batalla decisiva del puente Milvio, en la que derrotó definitivamente a su oponente Majencio. Según Lactancio y Eusebio —cuya narrativa difiere en algunos detalles—, Constantino, al atardecer, vio el signo de la cruz que resplandecía más que el sol, acompañado de estas palabras: “Con este símbolo vencerás”. Los oficiales y soldados que lo acompañaban quedaron sobrecogidos con la visión, preguntándose de qué se trababa.
Esa misma noche, Constantino fue advertido en sueños que, para asegurar la victoria en esa batalla, grabase el nombre de Cristo en los escudos de sus soldados. Al día siguiente y previo a entrar en combate, ordenó hacerlo y, adicionalmente, confeccionó emblemas militares conforme al modelo de este signo visto en el cielo, para usarlo en el combate como arma para la victoria.
Constantino venció a sus enemigos de forma contundente, lo que marcó su conversión y aseguró la cristianización del Imperio. Los primeros símbolos cristianos empezaron a aparecer sobre las monedas a partir del año 315 y las últimas figuras paganas desaparecen alrededor del año 323. Similar a lo que ocurre con la Constitución salvadoreña que en su artículo 26 reconoce la personalidad jurídica de la Iglesia Católica, a la naciente Iglesia le fue reconocido su estatuto jurídico, reconociendo la validez de las sentencias proveídas por los tribunales episcopales, que tenía jurisdicción no solo en temas religiosos sino también en civiles.
El cristianismo había demostrado una gran fuerza y vitalidad, algo que le permitió profundizar hasta el corazón mismo no solo de la sociedad romana, sino también de los centros urbanos circundantes. Hacia el año 300, era el grupo religioso mayor y mejor organizado en ciudades como Alejandría y Antioquía, permeando sus ideas incluso en el mundo académico: los apologetas Lactancio (240-320) y Eusebio de Cesarea (263-339) proclamaban que el cristianismo era la única esperanza para salvar el imperio.
Pero sería reduccionista atribuir las causas del éxito de la religión cristiana únicamente a la conversión del emperador. La realidad es que el triunfo final de la predicación cristiana se derivó del ejemplo de sus fieles: su fe inquebrantable y la fuerza moral que mostraban ante la tortura y la muerte. Por su solidaridad ante los más débiles y necesitados de sus comunidades que se reflejaba en el cuidado a la viudas, huérfanos y ancianos. Por el pago del rescate a los piratas por la libertad de los secuestrados. Durante las epidemias y asedios que sufrían las ciudades, los cristianos eran los que se dedicaban a curar a los heridos y a sepultar a los muertos.
Para todos los pobres del Imperio, para los que sufrían, eran esclavizados y pasaban necesidad, la primitiva Iglesia Cristiana era la única esperanza de encontrar una identidad y de recuperar el sentido de su existencia. Al no existir barreras sociales, raciales o intelectuales, cualquier podía hacerse miembro de aquella sociedad optimista y paradójica, en la cual, un ciudadano poderoso, quizás miembro de la Corte del Emperador, se hincaba ante un obispo para besar su mano, cuando ese mismo obispo pudo haber sido su antiguo esclavo.
Es muy probable que ninguna otra sociedad histórica haya conocido ni antes ni después, el equivalente de esta igualdad, de esa caridad y amor fraterno que se vivía en las comunidades cristianas en los cuatro primeros siglos de nuestra era.
Puesta las bases por Constantino, es bajo Teodosio el Grande (379-395) que el cristianismo se convierte en religión del Estado y el paganismo es prohibido y marginado como una actividad sediciosa, por lo que los que practicaban esas creencias —consideradas heréticas— empezaron a ser perseguidos por las autoridades civiles y eclesiales, dejando a un lado su ejemplo de fraternidad, amor y tolerancia, pasando de ser perseguidos a perseguidores. Pero esa historia es materia de otra columna.
Abogado, Máster en leyes/@MaxMojica