“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos…” dijo un día el poeta Neruda a Matilde su amada musa inspiradora. Y desde los lejanos páramos del Ceilán, hasta su mítica Isla Negra, en Chile, el poeta murió muchas veces en el amor. Al igual que murió como la paz en la plaza de La Moneda, como mueren las aves del mar de la historia. Pablo, como todo pirata de los sueños, tenía su escondida isla del tesoro. No con baúles repletos de monedas de oro, y piedras preciosas, sino de versos en los que iba su vida misma, cambiante, fabulosa y extraña, como las mismas mareas que iban a morir a las playas de su isla en ultramar. Gemas, lágrimas y deseos del corazón se confundían con sus ideales de un mundo mejor, más humano y poético. Y más allá del viaje el poeta amante comprendió que el tiempo había desleído el rostro suyo y el de su amada y que, en efecto -tal lo dijeran sus palabras- mucho había cambiado en sus vidas. Que ya no serían las mismas mareas de ayer que cubrieran las arenas de su paraíso insular. El mismo griego Heráclito de Efeso vio que ni las mismas gotas de agua volverían a pasar por el río, ni las mismas lágrimas en el valle, ni las mismas lluvias, porque todo -como la vida misma- cambiaría. De ahí que Pablo el “versador” dijera a su amada que ambos e idílicos amantes ya no eran los mismos de ayer.
Nosotros, los de entonces
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