Cuentan las tradiciones budistas la historia de un príncipe que en uno de sus viajes encuentra en su camino a un harapiento peregrino que sonreía. Ello nos inspiró la siguiente historia, recreación de la parábola zen: El príncipe observó al mendigo y descubrió en su mirada una dicha extraña e insólita. Entonces detuvo su marcha y fue hasta donde el vagabundo y le preguntó: “Dime, pobre hombre, ¿Cómo es que tú -hambriento, haraposo, viejo y sin porvenir- le sonríes de esa forma a la vida, la vida que te ha negado todo…?” El dulce anciano, sin dejar de sonreír, contestó: “No todo. Tengo el canto de las aves, la frescura de la brisa, el perfume de los valles y un mundo que no termina en el camino. Eso es lo que me hace feliz. ¿Y tú qué tienes venerable caballero?” “Pues, yo tengo un reino, un ejército a mis órdenes, las mujeres más bellas que desee, riquezas, juventud, poder y gloria. Parecería que lo tengo todo, pero nunca he dado una sonrisa tan dulce como la tuya a la vida.” En el fondo, príncipe y mendigo eran pobres. Uno, porque no tenía un centavo y el otro porque había perdido sus ilusiones. El rico no era el que tenía más sino el que deseaba menos. La verdadera riqueza es esa sonrisa dulce y amorosa que damos a la vida como precio a lo poco o mucho que nos haya dado.
Pobres príncipe y mendigo
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