El profeta Isaías, en un poema, nos ofrece la bíblica imagen del desierto que florece y del pueblo que canta y salta de júbilo al contemplar la Gloria del Señor. Esta alegría se comunica especialmente al que padece tribulación y está a punto de abandonarse a la desesperanza.
Se lee: “Es el tercer domingo de Adviento, llamado así por la primera palabra del Introito de la Misa (Gaudete, es decir, Regocíjense). El tiempo de Adviento se originó como un ayuno de cuarenta días en preparación para la Navidad, comenzando el día después de la fiesta de San Martín (12 de noviembre). De aquí que a menudo se le llamara la “Cuaresma de San Martín”, nombre por el que se conocía tan temprano como el siglo V. La introducción del ayuno de Adviento no se puede datar más temprano, porque no hay evidencia de que se observara la Navidad el 25 de diciembre antes de finales del siglo IV, (Duchesne, “Origines du culte chrétien”, París, 1889), y la preparación para una fiesta no puede haber sido anterior a la fiesta misma”.
Hoy en día la Iglesia inicia el adviento después de la última fiesta del año litúrgico que es la fiesta de Cristo Rey del Universo y el siguiente domingo primer domingo de adviento.
Siendo este tercer domingo muy importante, pues es un alto en el camino, es ver hacia atrás lo recorrido y en una introspección detenerse y gozar tal fecha pues algo desde el cielo nos dice ¡Regocíjense!
La mayor parte del camino ya está recorrida y estamos a días de que el Señor venga. ¿Cómo no debemos alegrarnos? Si estamos ante lo más hermoso que significa para los católicos del mundo, es el Nacimiento del Señor.
Debemos preguntarnos ¿realmente estamos alegres el tercer domingo de adviento? O ¿Apenas es otro rito más a cumplir? ¿Vivimos alegres durante el año o solo simulamos una alegría?
Ante una sociedad deprimida debemos buscar ese consuelo espiritual. Cada quien debe contestarse pues esa palabra “regocíjense” debe ser quizá un verbo que debemos conjugar cada día de nuestras vidas y no esperar a alegrarnos tan solo un día al año (escribo esto y reconozco que a mí me suceden esas jugadas de sentimiento de nostalgia, de melancolía y tantos sentimientos que la Iglesia nos dice la tristeza es de quitárnosla pues es parte del maligno para distraernos).
Debe ser “el Tercer Domingo de Adviento” el modelo a seguir en nuestras vidas, que cada día sirva de ejemplo para “alegrarnos”, para vivir plenamente, y no dudo ni por un segundo que si la humanidad viviera bajo los mandatos divinos, el año entero sería una fiesta de amor, de respeto, de gozo eterno, de sentir que debemos ser agradecidos con Dios.
Sabemos que cada quien atraviesa su desierto personal; sin embargo, no hay que decaer. Dios nos envía a su Hijo y debemos preguntarnos si somos dignos de amarrar las sandalias del Señor y vale la pena reflexionar en lo siguiente: El salmo responsorial del Domingo de Gaudete es el 146: 6-10, que contiene una serie de alabanzas a Dios, destacando las cosas buenas que hace: Él mantiene la fe para siempre, asegura la justicia para los oprimidos, da de comer a los hambrientos, libera a los cautivos, dar la vista a los ciegos; todo lo anterior parece una bofetada a nuestra fe pues a pesar de que nuestro país es en apariencia un país religioso, sacamos nuestro ángel para los oprimidos, hambrientos, olvidados en asilos y orfanatos en diciembre. En un asilo que queremos visitar en estos días nos dijeron literalmente “vengan el 6 de enero”. Ya para entonces nadie se acuerda de nosotros. Tenemos ojos pero no vemos el dolor en nuestro prójimo y le agrego a título personal: Tenemos oídos pero parece que no escuchamos el dolor del otro, pueda ser un dolor físico o un dolor en el alma, tenemos boca pero ni siquiera cantamos las alabanzas a Dios. Llama la atención algo totalmente pueril como es eso llamado “karaoke” que tan de moda está, donde nos lucimos gritando lo que se nos venga en gana mientras a misa, apenas, apenas balbuceamos; tenemos nariz para olfatear los problemas del otro, buscar en nuestro prójimo, algo donde realmente podamos ser útiles.
El profeta Isaías, en un poema, nos ofrece la bíblica imagen del desierto que florece y del pueblo que canta y salta de júbilo al contemplar la Gloria del Señor. Esta alegría se comunica especialmente al que padece tribulación y está a punto de abandonarse a la desesperanza. El salmo 145 canta la fidelidad del Señor a sus promesas y su cuidado por todos aquellos que sufren y es aquí, donde debemos “alegrarnos”, que el Tercer Domingo de Adviento sea un día a imitar durante todo el año y ver pensar y decir ¡Ahí está el Señor!
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