La lucha contra la corrupción es una bandera que este gobierno ondea, pero su práctica dista mucho de sus palabras. El uso selectivo de la justicia y la protección de figuras clave manchadas por acusaciones de corrupción debilitan el tejido mismo de la credibilidad gubernamental. Sumado a esto, el abuso de la reserva de información plantea interrogantes sobre la transparencia y la rendición de cuentas
En la intrincada trama de la política, la relación entre el presidente, su partido Nuevas Ideas y sus funcionarios se asemeja a una partida de ajedrez, donde algunos peones parecen ser “desechables” en una estrategia para mantener la posición del rey. Una reciente cadena nacional dejó al descubierto este patrón cuando el presidente pidió frente a su gabinete de gobierno al Fiscal General de la República que abriera investigaciones contra sus propios funcionarios, amenazando con destituciones y descartándolos para un eventual segundo mandato, aunque tal opción sea completamente inconstitucional.
Esta táctica de sacrificar lealtades se ha convertido en un sello distintivo del partido Nuevas Ideas. Funcionarios que se consideraban pilares del partido, ahora son tratados como piezas intercambiables. Ejemplos recientes dentro del partido revelan cómo algunos miembros han sido marginados por expresar opiniones divergentes o cuestionar las decisiones del presidente. Los conflictos internos, desde la oposición a la reelección presidencial hasta la escasez de fondos para alcaldías, delinean las divisiones que amenazan la cohesión del partido.
Sin embargo, esta dinámica va más allá de la simple fluctuación política. Abre interrogantes sobre la autenticidad de la lucha contra la corrupción que pregonan. Este gobierno prometió en campaña la llegada de la CICIES (Comisión Internacional contra la Impunidad en El Salvador) al país, pero cuando esta señaló doce casos de corrupción entre sus funcionarios fue disuelta en 2021. Peor aún, el gabinete continúa albergando a individuos señalados por la CICIES y por la lista Engel, acusados de corrupción. La presencia en el gabinete de funcionarios cuestionados, e incluso de la jefa de gabinete condenada por corrupción por el tribunal de ética gubernamental, socava la credibilidad del discurso anticorrupción. Pues si se conocían estos casos desde inicios de su periodo presidencial sería fácil preguntarnos ¿Por qué no actuó en su momento contra ellos? ¿Por qué esperar hasta este momento electoral para hablar de la corrupción de su gabinete?
Además de estas inconsistencias, el gobierno ha abusado del poder de reserva de información. A unos pocos meses de concluir su mandato, toda la información sobre los gastos públicos ha sido declarada “bajo reserva” por hasta 7 años. Esta acción suscita preocupación sobre la transparencia gubernamental y la rendición de cuentas, ya que limita el acceso a datos cruciales que podrían revelar el uso indebido de los recursos públicos.
Este modelo de funcionarios “desechables” plantea una cuestión esencial: ¿qué tipo de liderazgo y gobierno se desea para el futuro? ¿Uno que promueva la lealtad y la estabilidad o uno que fomente la incertidumbre y el temor al sacrificio político? La respuesta define la dirección de nuestra sociedad.
La lucha contra la corrupción es una bandera que este gobierno ondea, pero su práctica dista mucho de sus palabras. El uso selectivo de la justicia y la protección de figuras clave manchadas por acusaciones de corrupción debilitan el tejido mismo de la credibilidad gubernamental. Sumado a esto, el abuso de la reserva de información plantea interrogantes sobre la transparencia y la rendición de cuentas en la gestión de los recursos públicos.
En última instancia, la estrategia de sacrificar peones no resuelve los problemas de fondo ni construye cimientos sólidos para el futuro. La verdadera lucha contra la corrupción y la consolidación de un gobierno transparente y justo requieren un compromiso genuino y acciones coherentes. Solo así se podrá aspirar a una sociedad basada en la confianza y la integridad, donde los funcionarios no sean piezas descartables en un tablero político, sino guardianes del bienestar público y la transparencia.