Era un viernes por la noche y no tenía muchos ánimos. Quería comer algo rico y dormirme temprano. Fuimos a cenar con mi esposo y, al regresar a casa, tuvimos un accidente de carro. Según el reglamento, la responsabilidad caía en la persona que venía detrás nuestro. Pero según los hechos, la verdadera responsable era la persona que venía frente a nosotros y frenó sin razón.
Independientemente de las reglas o la realidad, ese choque me desbordó mental y emocionalmente. Sí, “solo son cosas materiales”. Pero en ese momento, sentí que enfrentar todo ese proceso era sacar agua de un pozo seco. La luz y bondad que dicen que me caracterizan desaparecieron. Me sentí desconcertada por decisiones que me llevaron ahí. Vulnerable en medio de los conductores de carros que pasaban diciendo de todo, menos palabras de ánimo.
Indignada por la falta de civismo de la verdadera persona responsable que (según mi percepción) quería aprovecharse de la situación. Ni hablar de lo irritada porque claramente mis planes de dormirme temprano fracasaron ya que nos tardamos 7 horas (¡siete!) en resolver.
Finalmente, escéptica cuando mi esposo me dijo: "hey, tú y yo creemos que todo pasa por una razón. Ya lo entenderemos". "Mjm", le respondí yo. Poco sabía que, en cuestión de minutos, entendería que una de las razones que me llevaron ahí fue para aprender una lección de humildad por parte del señor que iba detrás de nuestro carro. Yo quería irme a dormir. Él necesitaba ir a donde un paciente a otro hospital. Seguramente él sintió emociones similares a las mías, pero, contrariamente a mí, su actitud fue ejemplar. Primero, tuvo el reflejo de bajarse y verificar que todos estuviéramos bien. Antes de ver lo material, le dio tranquilidad al menor que venía en el carro que yo taché de “culpable”.
A pesar de lo desesperante de la actitud de la otra persona que no accedía a ningún acuerdo, él no perdió su compostura. Aún los más peleoneros se calmaban con su asertividad. La larga espera no le quitó su sonrisa y conversación. Y lo que terminó la lección con broche de oro fue ver que se despidió, tanto de nosotros como de quienes alargaron la odisea, con un gran abrazo.
Me convencí de que muchas veces es sano y necesario tener días oscuros en nuestra alma: no estar cegados por nuestro propio brillo nos permite ver la luz ajena. Eso nos recuerda que hay mucho por aprender, mucho por crecer interiormente. Me despedí diciéndole: “Doctor, me ha dado una gran lección”.
En ese momento no pude explicarle mi frase de despedida. Pero ahora, quisiera expresar públicamente al Doctor Carlos A. Reyes Silva que aprendí de usted que gana más el que no permite que las circunstancias externas le quiten su serenidad interna; que no hay excusas (ni la injusticia, ni la tristeza, ni la cólera) que justifiquen comportamientos sin bondad; y sobre todo aprendi que en el amor al prójimo las restricciones no aplican.