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Crisis

Revientan desde dentro cualquier ilusión de pluralismo (esencial para la democracia liberal), respeto a los derechos ajenos, o justa representatividad en los organismos de gobierno de aquellas ideas contrarias a las propias, cayendo en la tremenda paradoja de pensar que la democracia “funciona” siempre y cuando tome en cuenta mis perspectivas, y deseche las de quienes no piensan como uno mismo.

Por Carlos Mayora Re
Ingeniero @carlosmayorare

Las crisis se definen porque en una situación dada no se termina de abandonar una “vieja” manera de hacer las cosas… pero tampoco se tiene claridad acerca del nuevo rumbo que tiene que tomarse para dejar de una vez por todas el pasado en su lugar.

En sentido estricto, debido a la limitada condición humana, las sociedades viven eternamente en crisis, pues siempre habrá una mejor manera de hacerlo todo, y siempre habrá resistencia a abandonar modos de actuar que se han demostrado -si bien limitados- suficientes.

Sin embargo, a veces las crisis pueden ser más o menos profundas. Y, tengo para mí, que actualmente la democracia como sistema representativo de gobierno está tocando fondo. Para muestra dos botones: las turbias negociaciones con los independentistas catalanes que han posibilitado la elección de Pedro Sánchez una vez más como Primer Ministro de ese país; o el modo como se han manejado campañas presidenciales en Colombia, Chile, Argentina… países en los que quienes han sido (o serán en el último caso) elegidos, lo han sido más por voto de castigo para sus adversarios que por sentirse representados los electores en sus propuestas.

Alguien podría decir que el prestigio de la democracia, en cuanto cauce para que todos los ciudadanos intervengan en el gobierno de sus países, permanece intacto.

Sin embargo… la corrupción de las instituciones; la obcecación de algunos políticos con respecto a conseguir, y conservar, el poder; la legión de casos de corrupción impunes; la amnesia política de quienes han sido elegidos con respecto a sus promesas de campaña; y, últimamente, los brotes de descontento popular en Chile, Colombia, Panamá, Guatemala, que más que un efecto del mal gobierno son síntoma de la tremenda desilusión que los votantes tienen con respecto a quienes les gobiernan; etc. Han llevado a más de algún pensador a cuestionar profundamente la democracia como sistema de representación de los intereses de la gente común y corriente.

Por no hablar de valores democráticos típicos como la libertad económica, el pluralismo en la representatividad política, la libertad de expresión, la tolerancia con el que piensa diferente… que, indudablemente, tienen larga vida en los papeles y libros de texto, mientras su ruina es patente con poco que constate uno cómo se viven en las distintas sociedades.

Viendo las cosas más de cerca, es posible descubrir dos cauces por los que se ha instalado en nuestras sociedades la desconfianza: una económica y otra cultural/política.

Con respecto a la primera, no es que las cosas -en cuanto a economía personal y pública se refiere- vayan mal. Sino más bien que los ciudadanos han perdido la paciencia y no se conforman con ver como algunos se enriquecen ostensiblemente dando pasos de gigante, mientras ellos a duras penas están comenzando a gatear. Es decir: parecería que hubiera una sensación de que si bien las cosas, en general, están mejor que antes, no tienen nada que ver con los ideales que, mercado y propaganda política mediante, se supone habríamos alcanzado.

La segunda, la parte cultural/política, puede analizarse desde la enorme tendencia tribalista que campea en el mundo. Las minorías, a partir de un fuerte empuje identitario, se creen todopoderosas y acreedoras de todos los derechos políticos de los cuales han “carecido” históricamente, y actúan en consecuencia.

Y así, revientan desde dentro cualquier ilusión de pluralismo (esencial para la democracia liberal), respeto a los derechos ajenos, o justa representatividad en los organismos de gobierno de aquellas ideas contrarias a las propias, cayendo en la tremenda paradoja de pensar que la democracia “funciona” siempre y cuando tome en cuenta mis perspectivas, y deseche las de quienes no piensan como uno mismo.

A fin de cuentas, el énfasis en la identidad termina por separar a los individuos en lugar de aglutinarlos, y como última consecuencia minar la base popular -precisamente el demos- en que se asienta la democracia.

Ingeniero/@carlosmayore

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