Hace varios años conversaba con una joven profesional en medicina acerca de la biblia. Me confesó que nunca había hojeado el Apocalipsis porque, según ella, se trataba de un libro terrorífico. Traté de demostrarle que ese último libro de la biblia es el libro del triunfo de Cristo y, en consecuencia, de todos sus seguidores. Como muestra, comencé a leerle los primeros versículos. Ella, con cara de espanto, interrumpió mi lectura, asustada por las fuertes imágenes descritas por san Juan.
Es bastante frecuente encontrar personas que imaginan el final de los tiempos como una catástrofe universal. Según eso, la historia se encaminaría hacia un caos aterrador. Como si el entusiasmante relato de la creación en el Génesis estuviera irremediablemente abocado al fracaso total. O sea, que a Dios le fallará su obra maestra, la creación.
Una verdad bíblica fundamental aclara que Yavé Dios es el Señor de la historia. Que, si se coló el mal en el principio de los tiempos, no por eso destruirá totalmente el magnífico proyecto de Dios sobre nosotros y nuestro hogar, la tierra. Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.
Por supuesto que la experiencia universal es que, entre el principio y el fin de la historia, se vive como en un río revuelto en que el mal es patente en sus mil rostros venenosos. Basta abrir la ventana diaria de los medios informativos para alarmarse ante tanta violencia, egoísmo y maldad en todos los rincones del planeta.
Si nos quedamos con esa visión desconsolada, es porque no hemos abierto bien los ojos. Hay otra realidad más poderosa y luminosa: la presencia activa y transformadora de Cristo en medio de este aparente caos. Con el Espíritu, que reside en el corazón de los creyentes, el creyente logra percibir la historia humana, no como en vías de destrucción, sino como un camino triunfante sobre el mal.
Jesús nos enseñó a clamar ante su Padre: Venga a nosotros tu Reino. Reino de paz, de amor y de justicia. Una petición que no se proyecta a un futuro borroso, sino que ya se va realizando poderosamente. Si leemos con atención cada página del evangelio, descubriremos cómo Jesús sale victorioso en su terrible batalla contra el enemigo diabólico. Expulsa demonios, sana enfermos de toda índole, transforma corazones. “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, afirmó.
La fe cristiana, si está arraigada firmemente en la oferta de salvación que nos trae Cristo, mira este mundo presente y futuro con ojos de esperanza. Él es más poderoso que el demonio. Él es el vencedor. En el entretiempo entre el principio y el final, nosotros asumimos la estimulante tarea de colaborar con el Señor Jesús en esa terrible batalla contra el mal, conscientes de que estamos del lado de los vencedores.
Para el discípulo de Cristo no hay espacio para cobardías, derrotismos, desalientos. Estamos del lado del vencedor. La victoria, tanto ahora como al final, está asegurada, si nos adherimos a Cristo triunfante. Un discípulo del Señor Jesús no es un apocado, un derrotado, carente de la virtud básica de la esperanza viva.
El Señor Jesús nos invita a alinearnos en su poderoso proyecto de luchar contra el mal para que el bien triunfe. En nuestro hogar, vecindario, ambiente de trabajo, con los amigos… Con Cristo podemos transformar nuestro pequeño “universo” en un ambiente humano en el que abunde el “shalom” bíblico, la paz activa de Dios.
Entonces, en la gran fiesta del final de los tiempos, saltaremos de gozo al oír la voz triunfante de nuestro Salvador: “Vengan, benditos de mi Padre.” El libro del Apocalipsis se cierra con la exclamación gozosa y triunfal: Ven, Señor Jesús.
Sacerdote salesiano y periodista.