Vivir bajo un “buen gobierno” ha sido una aspiración universal de los seres humanos, luego de que, como un efecto derivado de la “revolución agrícola”, aprendimos sobre las ventajas que se desprenden de vivir en comunidades sedentarias, luego en ciudades, Estados e Imperios.
Dado que los Homo Sapiens somos más, mucho más, que una simple banda de ruidosos y simpáticos bonobos, necesitamos vivir en un orden soportado por reglamentos, leyes y constituciones, que, de una forma armónica y estructurada, regulen la sana y pacífica convivencia de nuestros conglomerados sociales. Así inicia el sueño más grande que una persona pacífica, pensante, educada y civilizada tiene: vivir bajo la administración de un buen gobierno.
Lo interesante del caso es que no es una idea nueva. Muchos conocen sobre las ideas planteadas por Platón, en su majestuosa obra: “La República”, en donde hace un exposición clara y concisa de lo que es y debería ser el arte de gobernar: un buen gobierno es el único medio para asegurar la paz y el bienestar al mayor número de personas posibles. Eficiencia administrativa que irradia efectividad con la posibilidad de llegar hasta las esquinas más recónditas de una nación, para asegurar de esa forma la paz, progreso y bienestar ciudadano, todo aderezado con la seguridad de no vivir “bajo el capricho del gobernante” sino bajo el Imperio del Derecho.
Pero hubo otro pensador que se anticipó un par de siglos a tan elevadas ideas: Confucio. (551 – 479 Antes de Nuestra Era). Sus ideas probablemente no sean tan casuales, ya que Confucio vivió en China en un período de anarquía… y es que, cuando las libertades se pierden y la injusticia reina, los hombres tienden a apreciar lo que se ha perdido de una forma más intensa.
Debido a que su país estaba sumido en desorden, violencia, miseria y dolor generales, Confucio llegó a entender que la única solución era promover una reforma radical del gobierno, lo cual -ayer y hoy- es algo más fácil pensarlo y decirlo que hacerlo; principalmente por que la receta a aplicar no es sencilla: “poner en el gobierno a las personas más aptas, más ilustradas y más responsables”… algo que curiosamente recoge nuestra constitución en su declaración idealista respecto a que los funcionarios que nos gobiernan deben tener “moralidad e instrucción notorias”… situación que arroja claroscuros al contrastar tan noble ideal con la historia de El Salvador en buena parte de los Siglos XX y XXI.
Pero en todas partes se cuecen habas y muy Confucio podía ser, pero ni él logro un puesto como funcionario en la China de su tiempo, supongo que aún en esa época se le metía zancadilla a los mejores para que no hicieran sombra a los menos aptos, no vaya a ser que se ponga en riesgo el cheque para las tortillas. Separado irremediablemente de la cosa pública, Confucio dedicó el resto de su vida a la docencia.
Pero a pesar de que, en vida, sus mensajes y postulados no generaron el impacto que debieron -quizás, porque para ser un buen profeta, se tiene que estar muerto-, fue hasta su fallecimiento que sus discípulos se encargaron de difundir sus ideas y postulados, llamando finalmente la atención de los gobernantes. Fue durante la Dinastía Han (206 – 220 antes de Nuestra Era) que se empezó con el nombramiento de pensadores confucianos dentro de la administración pública, por lo que a partir de ese momento la doctrina del Maestro sirvió de guía para la administración de la cosa pública en China por dos mil años, hasta que llegó el comunista genocida de Mao Zedong a tirar toda esa historia a la basura… pero esa es materia de otra columna.
Propiamente dicho, Confucio no fue un religioso sino un filósofo, no obstante, como sucede en la vida de la mayoría de iluminados y grandes hombres con profundos postulados reformadores que ha surcado la historia de la humanidad, pronto, su vida se vio matizada con las típicas leyendas, maravillas y milagros con que se adorna la vida de aquellos a quienes debemos tanto, quizás porque para un humano le resulta difícil pensar que un mamífero -como lo es cualquiera de nosotros- pueda venir a regalarnos e iluminarnos con ejemplos de vida e ideales que consideramos vibrantes, bellos, armoniosos e imitables.
Confucio nunca pretendió ser Dios ni enviado de Dios, no obstante, es considerado como un ser semidivino por aquellos que -aún hoy- practican sus elevados postulados.
Su idea del “gobierno de los mejores”, igual que los ideales platónicos de la vida en una República, vivirán en muchas metes y corazones para siempre, ya que es inevitable que ideas semejantes pervivan de generación en generación entre los hombres de bien. Es cierto que ahora, en muchas partes del mundo, resulta imposible ponerlos en práctica, pero esas ideas se mantendrán eternamente a la espera, como semillas enterradas en un yermo, aguardando tiempos mejores para poder florecer.
Abogado, Master en leyes/@MaxMojica