La esperanza, se ha dicho, es lo último que se pierde. Y es así. Sin embargo, a mí me gusta también ver las cosas desde otra perspectiva, y decir que la esperanza, más que el último recurso para el futuro, es, precisamente donde todo comienza. Sin esperanza nadie emprende nada…
Tiene que ver con que algo bueno nos aguarda en el futuro. Su contrario -la desesperanza- tiene que ver con que ya nada bueno se presenta para nosotros, ni hoy ni mañana.
Por otro lado, alguna vez leí que la diferencia entre una persona pesimista y una optimista es que la primera está convencida de que vivimos en el mejor mundo de los posibles, y no le gusta; mientras los optimistas, saben que viven en el mejor mundo de los posibles, y les apasiona. La diferencia, entonces, no es el mundo en el que los pesimistas y optimistas habitan, sino su percepción y valoración subjetiva con respecto a lo que perciben.
Quizá por esto no es de extrañar que vivamos entre pesimistas. Asusta pensar el número de personas que no quieren “traer hijos a este mundo” y que -además- consideran una tremenda irresponsabilidad que otras personas los traigan. Lo curioso es que quienes así piensan suelen ser personas cultas, acomodadas económicamente… e irremediablemente egoístas.
Su pesimismo se apoya en el cambio climático, la inexorable escasez de alimentos en el planeta, el hacinamiento urbano, la ruta acelerada hacia la catástrofe de la economía mundial… e incluso el temor al aparecimiento de nuevas y terribles enfermedades.
Suelen ser, además de cultos y acomodados, personas jóvenes que por definición deberían ser audaces y optimistas. Pero que dan un paso al lado cuando se sienten incapaces ante la ingente cantidad de elecciones que un mundo en el que se ha pasado de unos esquemas rígidos (social y económicamente hablando), a un modo de enfrentar las cosas que requiere más elecciones que antes, y -por lo mismo- más compromisos.
Quizá les abruma la imperiosa necesidad de elegir, mientras comprueban su absoluta carencia de criterios y valores estables sobre los que apoyar sus elecciones.
Como sea, quizá vale la pena pensar un poco de dónde han salido esas ideas.
Sus mayores salieron adelante con una preparación académica muy inferior a la de sus hijos y nietos, sin idiomas ni viajes. Con una información muy limitada (en contraste con lo que vemos actualmente, tiempos en los que uno lleva “el mundo” en una mano mientras tenga conectividad), y una competencia que, bien vista, era mayor y más difícil que la que se enfrenta hoy en un mundo globalizado.
No pensaron demasiado las cosas y sacaron adelante una familia, se ganaron la vida decentemente y contribuyeron con el engrandecimiento de su país y el mejoramiento de la sociedad.
¿De dónde pues la desesperanza generalizada? Quizá tiene que ver con el bombardeo al que nos tienen sometidos las redes sociales, el cine y las series de televisión. A la sobre valoración del presente y la miopía para ver el futuro, a la manipulación que sufrimos por parte de los que tienen la sartén cultural por el mango y nos presentan un mundo hinchado de presente, mientras denigran el pasado, pero nunca presentan proyectos para el mediano o el largo plazo.
Vivimos, entonces, en una especie de mundo apocalíptico en el que quien no tiene éxito ni ha alcanzado la perfección, simplemente, deja de pertenecer al número de las personas que verdaderamente “cuentan”.
Un modo de estar al que, sin duda alguna, contribuyen los modos actuales de comunicarse (de relacionarse, en definitiva) y la eterna ansia por triunfar -sin revisar a fondo en qué consistiría el propio éxito- que se nos presenta como ideal de vida imposible de alcanzar, como la famosa zanahoria colgada delante del jumento, que le hace avanzar eternamente sin lograr conseguirla.
Hay esperanza, sí… pero efímera e inalcanzable.
Ingeniero/@carlosmayorare