Quien haya escalado una alta montaña sabrá la satisfacción profunda que se experimenta al llegar a la cumbre, satisfacción que compensa la enorme fatiga de escalar. Allá abajo va quedando lo terrestre, la rutina pesada, el valle de lágrimas. Arriba se despeja infinito el azul del cielo que ensancha alma y corazón.
Es como si la exigente subida nos acercara más a lo sobrenatural, a la vecindad con Dios. La misma fatiga del ascenso tiene sabor de purificación. De hecho, en los relatos bíblicos en que Dios invita al hombre a acercarse a él en la cumbre de la montaña, se da un paso adelante en la revelación de Dios a la humanidad.
Algo de mágico tendrán las montañas, pues la experiencia de estar en la cumbre tiene algo de místico. No por nada en la biblia son frecuentes las montañas: Sinaí, Carmelo, Horeb, Sión, Calvario. Es el encuentro de Dios que baja y el hombre que sube. Cada encuentro marca una etapa más de la revelación del proyecto de Dios sobre el hombre. Son pasos crecientes que van fortaleciendo la alianza entre Dios y la humanidad.
En Palestina no se dan montañas. Pero el simbolismo se mantiene. Dios busca la amistad con su criatura, el ser humano. Amistad que en lenguaje bíblico abarca toda forma de santidad.
Si nos despojamos de moralismos mezquinos, el encuentro Dios-hombre es fuente de paz, pureza, concordia. Frente al Dios-amor, el hombre se vuelve más hombre, más humano.
La celebración eucarística puede vivirse como ese encuentro con Dios. Él baja, nosotros subimos. El nos habla, nosotros lo escuchamos. El nos alimenta, nosotros nos fortalecemos. El nos transforma en su pueblo muy amado.
Y llegará el día de la ascensión definitiva cuando nuestro Padre Dios, que vive en las alturas celestiales, nos conduzca por el tránsito de la muerte hacia la entrada triunfal en el gozo definitivo en compañía de los ángeles y los santos.