La triste noticia del suicidio del joven José Luis Bernal hace pensar en la fragilidad de la vida y en la atención que debemos dar al ser humano en su integralidad. La dimensión psicológica y mental, a la que sin duda atañe esta tragedia, es una parte importante de la condición humana, que también es biológica y social. La pérdida se dio en la pasarela cercana a un centro escolar, el Instituto Albert Camus. El filósofo existencialista francés publicó en 1942, esto es, en plena Segunda Guerra Mundial y en la resistencia a la ocupación nazi de Francia, su libro El mito de Sísifo.
El fallecimiento del estudiante pone la obra de Camus en el centro de la reflexión. Para el autor de El extranjero y Calígula, el suicidio no es otra cosa que la respuesta a la pregunta filosófica fundamental: ¿Vale la pena vivir? Es una pregunta que todos nos hemos hecho, o que deberíamos hacernos más de una vez en la vida. El acto del suicida es la respuesta negativa, sin fisura alguna, a esta interrogante vital. Es la afirmación en acto de que la vida carece de sentido, que las penurias por las que la existencia transcurre no conducen a ningún lado, sino a un sufrimiento insoportable y sin brújula. Ignoramos lo que condujo a Bernal a formular esa negativa y a la consumación del acto irreversible por excelencia. Pero podemos conjeturar que fue una realidad que, por diversas razones, le parecía absurda y sin esperanza.
Para Camus es importante encarar justamente el absurdo como condición propia de la existencia humana. Asumir el absurdo no es, empero, equivalente a la impotencia y a la resignación sin esperanza. Pero esta esperanza, para Camus, no equivaldría abrazar la fe en Dios, como lo hace Kierkegaard, el filósofo cristiano del siglo XIX, que criticó la soberbia del racionalismo, el cual describía a un ser humano que se bastaba a sí mismo, prescindiendo de la trascendencia. El filósofo danés describe la fe como un acto de supremo valor: el arrojarse a la apertura de la vida sin que tengamos una certeza plena de la existencia de Dios o de que estamos obrando conforme a su voluntad. Camus dirá que habría que ir más allá: despojarse de toda fe en un ser supremo y asumir que la vida es absurda, es decir, apertura indefinida de posibilidades, sin que haya una voluntad trascendente que le dé sentido. Esta cuestión, como tantas otras, está abierta a la discusión. Sin embargo, no deja de ser sugerente el llamado a hacernos cargo de la apertura de la realidad.
De ahí la importancia del símbolo literario de Sísifo. Como sabemos, Sísifo, en la tradición griega, es ese rey privado del favor de los dioses y que ha sido condenado por toda la eternidad a empujar una roca hasta llegar a lo alto de una cima, pero, antes de llegar a la cúspide, la enorme piedra retorna a su punto de origen, teniendo Sísifo que repetir esta ardua operación. Lejos de considerar esta narración desde el punto de vista trágico, Camus le da una lectura distinta. La perspectiva trágica reduciría a Sísifo a la condición de una víctima resignada a su cruel destino. Para el filósofo francés, Sísifo encarnaría la actitud filosófica que debe asumirse ante la condición absurda de la vida: es decir, encarar valientemente lo que está fuera de su control y abrazar el absurdo para poder resistir ante él.
Abrazar el absurdo constitutivo de la vida implicaría para Camus una actitud activa, esto es, no trágica, no fatalista. Pero hay aquí otro punto importante: la necesidad de encontrarle el sentido a la vida. Podemos considerar, como Camus, que no hay una dimensión trascendente. O podemos plantear, con Kierkegaard, que esta trascendencia, que no puede mostrarse por completo al entendimiento humano -no podemos saber cómo es Dios o directamente qué quiere, porque el conocimiento humano es limitado: de ahí la vasta zona de incertidumbre de la fe-. De cualquier modo, ambos planteamientos nos demandan encontrar un sentido, una ruta, al absurdo de la existencia.
Esto significa cultivar una actitud activa frente a una realidad que muchas veces resalta el sinsentido, la falta de propósitos más allá de lo inmediato, la desesperanza o el desdén a los valores de la cultura y el humanismo. Es una realidad a nivel global. El estudiante que cayó al pavimento en las inmediaciones del Camus es el rostro visible, no tanto de un problema, sino de un tipo de respuesta que muchas personas eligen ante lo difícil de nuestras realidades. Esto pone de relieve la importancia que debe dársele a las reflexiones de las personas de todas las edades, pero en particular de los jóvenes, que tienen que ver con la pregunta que formulábamos con Camus: ¿Vale la pena vivir? Para que esta respuesta sea afirmativa es necesario cuidarnos los unos a los otros en los más diversos aspectos.