Hay revoluciones que son silenciosas pero visibles. En esta era en la que las vidas de casi todos se exhiben en las redes sociales, sobre todo en Instagram, donde las imágenes de lo más cotidiano a lo más soprendente se suceden sin descanso, un día te llama la atención la dramática pérdida de peso de quienes sigues y te siguen. En los mensajes de WhatsApp también recibes fotos y apenas reconoces el contorno de quien te lo envía. De pronto, vives en el mundo de Barbie y Ken, donde las medidas son ideales. O las que las servidumbres de las modas y tendencias establecen como normas universales.
Entonces comienzas a preguntarte sobre tus propias proporciones. ¿Qué ha ocurrido para que, de la noche a la mañana, estés rodeado de gente instantáneamente esbelta? Llegas a pensar que se están excediendo en la práctica del Photoshop y los filtros que nos convierten en eternamente jóvenes y luminosos. Los que te rodean comienzan a menguar mientras tú sopesas sobre la báscula si debieras ponerte a régimen de inmediato. Algo no concuerda y te dispones a averiguar qué estás haciendo mal con respecto al resto de una tribu que se asemeja a las criaturas espigadas (más bien, escuálidas) de Giacometti.
Es entonces cuando vislumbras que eres testigo de una revolución silenciosa pero visible. Haces preguntas, pero nadie responde directamente, sino que te agradecen los piropos por el buen aspecto que súbitamente han alcanzado. Como si se tratara de un fenómeno mágico que les ha tocado a ellos. Una suerte de lotería cuya fortuna consiste en perder peso inesperadamente. Como cuando te toca el premio Gordo en Navidad. Y te quedas cavilando, vaya mala suerte la mía, mientras pruebas con otras básculas por si la tuya está estropeada o tiene truco.
Pero en todas las revoluciones siempre hay alguien que acaba por traicionar la causa y divulga el pacto de mutismo que hermana a los soldados. En un evento me tropiezo con una amiga que hace unos tres meses luchaba contra los kilos de más. Su cambio radical es objeto de asombro y halagos. Pero en esta ocasión no se limita a decir, con gesto reservado, que ella también está pasmada ante su transformación como si hubiera acudido al santuario de la Virgen de Lourdes. No es un milagro. O tal vez sí. El enigma quedaba al descubierto: se inyecta semanalmente Ozempic, la medicina “milagro” recetada a diabéticos para reducir la cantidad de azúcar liberada por el hígado. Ahora es la panacea de quienes, sin padecer una enfermedad grave y crónica como la diabetes, saltan de la dieta Paleo a la mediterránea, pasando por el ayuno intermitente, en busca del santo grial que es ese peso ideal. Inalcanzable. Hasta la llegada de Ozempic y otros medicamentos similares que muchos médicos están despachando con más interés lucrativo que por amor al bienestar de la humanidad.
Mi conocida, entre cuyas virtudes destaca la franqueza, no oculta la felicidad por haber perdido peso en tiempo récord. Sin duda, consiguió deslumbrar en el evento. Me explicó, o al menos esa ha sido su experiencia, que el medicamento le provoca un rechazo visceral a la comida. O sea, bastante asco. Incluso ganas de vomitar ante los platos más suculentos. Me confesó que cuando quiere pasarlo bien, disfrutar de la comida y beber un buen vino, pues no se inyecta el fármaco. Es, deduje, como dejar de tomar un psicotrópico si quieres recuperar una percepción más nítida, o menos distorsionada, de la realidad. Ozempic y sus sucedáneos serían el equivalente a un “viaje” con hongos alucinógenos que te instala en el paraíso de la inapetencia y te conduce hasta el nirvana de la delgadez, hasta ahora reservada exclusivamente a las modelos que habitan en las portadas de Vogue.
¿Se puede vivir perpetuamente en el paraíso sin que la manzana envenenada (el alimento como tentación) acabe expulsándote del edén? Los expertos aseguran que, de acarrear males, los de Ozempic son menores. Por tanto, no hay que preocuparse ante la multitud que ahora recurre al prodigioso fármaco para saltarse el sudor del gimnasio y el rigor de aguantarse la boca. Entretanto, los diabéticos se han visto con una escasez de la medicina, por la altísima demanda en un mercado en el que los productos contra la obesidad vuelan a más velocidad que en su día las Jordan Air.
Como la discreción debe formar parte de la etiqueta de la convivencia, cuando alguien me da a entender que su espectacular y acelerada pérdida de peso se ha debido a un fenómeno paranormal, ahora esbozo una sonrisa más indescifrable que la de la Gioconda. ¿Quién soy yo para aguarles su fiesta de ayuno propio de cuaresma? Lo irónico del caso es que mientras unos adelgazan hasta quedarse en un suspiro, las únicas que engordan son las compañías farmacéuticas a costa de la cruzada contra el sobrepeso. Hasta que sus acciones bursátiles exploten por pura glotonería mercantil. Es lo que tienen las revoluciones, por muy de puntillas que se libren. [©FIRMAS PRESS]
*Twitter: ginamontaner