La Inteligencia Artificial (IA), como toda novedad técnica, despierta entusiasmos y temores. Normal. Sin embargo, cuando esas reacciones se sobredimensionan, el problema ya no es la tecnología, sino la manera en que se acoge.
De hecho, quienes con gran entusiasmo piensan que la IA va a sustituir a los humanos en vastos campos del trabajo y de las relaciones, inaugurando un mundo presente hasta ahora sólo en relatos de ciencia ficción; y quienes ven con recelo su avance, no lo hacen porque de hecho se hayan creado máquinas inteligentes, sino porque la cultura tecnológica en que el invento medra, nos está llevando a concebir la inteligencia humana de una forma diferente como hasta ahora se hacía.
Sabemos muy poco de ese órgano complejísimo que es el cerebro, y concebirlo simplísimamente como una misteriosa caja que se carga con entradas (millones de entradas, datos) para producir salidas de utilidad; escomo pensar que los caballos saben contar porque en el circo le ponen frente a él cuatro pelotas mientras el adiestrador le pide que digan cuántas hay… y ¡el animal relincha cuatro veces!
Dos grandes pensadores (filósofos) del siglo pasado Karl Popper y Bertrand Russel demostraron que el alcance de las inducciones es siempre limitado y que es un craso error identificar deducir (en sus dos acepciones: 1. Acción de extraer un juicio a partir de hechos, proposiciones o principios, sean generales o particulares. 2. Forma de razonamiento que consiste en partir de un principio general conocido para llegar a un principio particular desconocido.), con pensar.
Cuando una computadora derrota en el ajedrez a un consagrado campeón mundial, está haciendo algo mucho más “sencillo” (mentalmente hablando) que lo que hace un niño saltando de ladrillo en ladrillo, mientras se come un sorbete y platica con su mamá, imaginando que el piso de la sala de su casa es un mar de lava.
Una máquina, por muy poderosa que sea es un sistema cerrado. Mientras que de los seres humanos ya los antiguos decían que éramos, y somos, “capax universi”, porque tenemos capacidad para contener todo y de manera infinita en nuestro interior... sin ni siquiera circunscribirse a la mente. Que es lo mismo que decir que las máquinas son sistemas cerrados, mientras la mente humana está siempre abierta a la realidad del ser.
Alguien podría decir que las anteriores reflexiones tienen validez para las circunstancias de desarrollo actuales de la tecnología que sustenta la IA. Sin embargo, por mucho que se estire la imaginación, y mientras el modo de operar de las máquinas basadas en IA no cambie, lo dicho hasta aquí no tiene pinta de variar. Por mucho que se desarrolle la tecnología, como sucedió a las computadoras a partir del transistor y del lenguaje binario, la IA podrá llegar muy lejos, pero nunca salirse de la ruta que le marcan los principios lógico/técnicos en que se basa.
Lo contrario sería como pedir a una máquina maravillosa y de la vida cotidiana, un avión por ejemplo, que basándose en los principios físicos y mecánicos que posibilitan su funcionamiento, en lugar de surcar los aires pintara una Mona Lisa, o escribiera El conde de Montecristo.
De todo lo dicho, entonces, el mayor peligro que la IA presenta no sería la IA en sí, ni el algoritmo, ni que las máquinas van a tomar el poder… sino que -a partir de la IA y de su difusión imparable-, en vastos sectores sociales no se está lejos de caer en un reduccionismo simplista que primero identifica pensar con deducir, reduciendo la totalidad de la mente a una tan sola de sus funciones, y luego posibilita mangonear a los demás pues si se controlan los “in puts” que les proporcionamos, obtendremos siempre y de manera determinista unos “out puts” que nos convienen. En una palabra: manipulación.
Ingeniero/@carlosmayorare