No quisiera estar escribiendo esta columna ni exponerme al odio que el anonimato de las redes sociales le permite a mucha gente. Pero lo hago porque cada acto de visibilidad trans es un acto político de desafío, celebración y construye resiliencia para otras personas trans en el futuro.
De chiquita leí muchos libros, pero nunca uno con un personaje trans. Crecí en un hogar como el logo del Seguro Social: con papá, mamá y hermano viviendo en la misma casa. Cumplía con todos los compromisos y valores sociales y religiosos. Nunca tuve contacto con personas LGBTIQ, de hecho, fue todo lo opuesto. El machismo y la homofobia eran parte de las lecciones cotidianas que mi papá insistió absorbiéramos hasta los huesos.
Si el plan de mi papá era asegurarse de que la agenda gay no entrara a su hogar cumplió su objetivo. Y en su afán por excluir lo queer de nuestras vidas me terminó quitando la confianza para contarle secretos, la oportunidad de explorar mi género sin vergüenza, comunicar mis sentimientos, y sentirme segura. Al final, ninguno de los intentos de mi papá funcionó porque siempre terminé encontrándome como lo que soy: Una mujer trans.
Alrededor del mundo en junio celebramos el orgullo de vivir nuestras vidas auténticamente, pero en El Salvador más que una celebración es una —muy colorida—protesta. No hay mucho que celebrar en un país donde la población LGBTIQ es afectada por diversos problemas sociales como la exclusión social, violencia basada en la orientación sexual y expresión de género, y la vulneración a nuestros derechos fundamentales.
Y es que pasan los años y las demandas siguen siendo las mismas: Poder vivir sin discriminación para ejercer nuestros derechos. Donde no se te niegue cambiar un cheque de tu trabajo en el banco porque la persona en el DUI no se parece a la que está frente a la ventanilla, o no poder visitar a tu pareja en el hospital, no poder acceder a los beneficios legales que un matrimonio te brinda… la lista es la misma de siempre.
Un país que se alarme porque una cadena de supermercados venda calcetines con colores de arcoíris, y no por los 105,930 embarazos de niñas y adolescentes que se registraron entre 2015 a 2020, dice mucho de nuestros valores como sociedad. Me encantan los arcoíris, pero más que mercancías y logos arcoíris, necesitamos cambios y seguridad.
Yo he tenido mucha suerte, porque he podido llevar una transición pública en todos los ámbitos de mi vida. Tengo la independencia económica, familia, amigas, colegas que siempre me han aceptado y ahora son parte de este proceso en mi vida. La mayoría de personas trans en este país no tienen los mismos privilegios.
Las personas queer con la suerte de ser visibles en esta sociedad tenemos la oportunidad de tomar espacio y agitar esas creencias anticuadas. No existe una agenda para convertir personas, si existe la ternura suficiente para abrazar la diversidad y convertirse en una familia escogida para las que pierden sus vínculos familiares por prejuicios y odio.
Vivimos y amamos en un mundo que no fue diseñado para que nosotras sobrevivamos. Esto no ha impedido que muchísimas personas gays, lesbianas, bisexuales, no-binarias, trans, asexuales y queers existieran y sigamos floreciendo. Somos las flores de este barranco.
Mujer Trans