Debo confesarlo: me había resistido a ir al centro de San Salvador. La última vez que lo hice, comenzaban a construir el adefesio arquitectónico de la nueva biblioteca y pasé más de una hora en un atasco de tráfico. Desde la remodelación de las plazas que hizo el exalcalde Bukele, las vías del centro de San Salvador se han reducido. Hacia el sur solo se tiene la octava y diecisiete avenidas sur; hacia el norte, todo el tráfico se concentra en la décima. La situación ha empeorado con los trabajos de remodelación.
Ahora las calles del centro lucen libres, desoladas, sería la expresión más exacta. Como se siguen interviniendo calles, el tráfico automotor forzosamente ha disminuido. Esas calles recuerdan a las de una ciudad recién salida de una guerra, abundan zanjas, barricadas de materiales y escombros.
En las zonas ya “liberadas” —es la expresión que usan las autoridades municipales— se nota más limpieza y orden. Y cómo no, si hay más agentes del CAM que transeúntes.
Sin embargo, el recorrido me dejó una sensación de vacío y extrañeza. Queda la impresión que se está rediseñando una ciudad que tiene sentido en sí misma, pero que no es para la gente y menos para ciertas gentes; esas que huelen a sudor y a fritanga; esas que se visten de segunda mano y tienen que salir todos los días a la rebusca. Sería una ciudad para que otros vengan, la vean y se tomen la selfie bayunca de rigor. Pero no una ciudad para vivirla y menos para vivir de ella.
Y es que extrañé la vitalidad y animosidad que la gente le daba al centro histórico. El pregón constante y pegajoso de las “cachadas”, la vivencia del comercio de minucias, no menos importantes por pequeñas. El lenguaje florido, a veces vulgar con que esa gente marcada por la pobreza, la marginalidad y el desamparo, defendía y daba sentido a modo de vida. Cosa paradójica, porque muchas veces resentí su agresividad; esa forma abusiva de apropiarse de calles y aceras. Y sobre todo esa peculiar concepción del espacio que manejan. Usted le daba dos metros cuadrados para instalarse y dos semanas después lo había extendido a cuatro, hacia arriba y hacia los lados.
Un análisis superficial diría que son los costos del ordenamiento. Que era necesario una intervención drástica para desalojar a los vendedores informales y ambulantes, proceso que se facilitó por la ofensiva contra las pandillas y sobre todo por el estado de excepción. Bien sabido es que ha sido una amenaza recurrente en contra de quienes ocupaban las calles de la capital. Pero eso no justifica ver a esa gente como lumpen, menos estigmatizarlos, asociándolos mecánicamente con el crimen, la suciedad y el desorden. Y peor aún, no ofrecerles alternativas dignas.
Simplemente se les está empujando a las orillas del centro histórico, fuera de los espacios “recuperados y limpios” con los cuales se pretenden dar una imagen de cambio. Están ahí, yendo hacia el sur y el oriente; hacia el rumbo del mercado Belloso o el Zurita, cada vez más precarios y marginados. Cada vez más indeseables. Algunos aceptaron reubicarse en el mercado Tinetti, que sigue tan feo y poco atractivo como antes. Será que simplemente se asume que ya tienen experiencia en la rebusca y se les dejará por ahí, a condición de que no afeen el centro histórico, hoy destinado para turistas y gente bien.
Algunos evangelistas del bukelismo, esos que rellenan páginas en el diario del gobierno, y son asiduos visitantes de los platós del canal diez y otros afines, hablan de una refundación del Estado, y aplauden cada acción gubernamental sin el mínimo análisis. Curiosamente, hace unos años buscaban la esencia del pueblo salvadoreño en esos sectores sociales empobrecidos y marginados. Eran esos tiempos, cuando todavía Roque Dalton y su verbo subversivo los obnubilaba, al punto que alguno intentaba copiar su estilo, mal lográndolo. Por supuesto se decían revolucionarios y en sus análisis eran más radicales que Cayetano Carpio y Schafik Handal juntos. Entonces, hubieran defendido a los vendedores del centro. Hoy las cosas han cambiado; los pobres han perdido su encanto. Hoy son sucios, peligrosos.
No se ven bien en una sociedad que se dice está va camino a ser de primer mundo. A lo mejor sea cierto, pueden ser un peligro; si despiertan y comprenden que los usaron para llegar al poder y luego los desecharon porque ya no eran útiles.
Historiador, Universidad de El Salvador