El ser humano es imperfecto. En su corazón se debate lo noble y lo mezquino. Por eso, la convivencia con sus semejantes está plagada de malos entendidos, roces, heridas, agresiones. Es el pan de cada día.
De allí la necesidad de cultivar la buena salud del alma. O sea, sanar las heridas mediante el recurso del perdón.
La actitud malsana consiste en estancarse en el resentimiento, alimentando sentimientos de odio o rencor. Así la vida se amarga y la paz se esfuma.
La psicología nos ofrece recursos para superar estas vivencias enfermizas que trastornan nuestras relaciones con los demás. Los cristianos tenemos un recurso más poderoso: la reconciliación.
Dado que formamos parte de una comunidad viva, toda ofensa grande o pequeña es una laceración de las relaciones fraternas. Urge entonces sanar el daño infligido a nuestra comunidad.
Reconciliación es la palabra mágica. Celebrar el sacramento de la reconciliación es dejar que el Padre Dios acaricie nuestras heridas y las sane, devolviéndonos la paz y la alegría.
En este proceso saludable entra con fuerza el perdonarnos a nosotros mismos. Día a día “metemos las patas”. En lugar de dejarnos aplastar por nuestros errores, fracasos, cobardías, debemos asumir con humildad confiada que siempre podemos levantarnos y soñar con una vida luminosa.
El perdón como una actitud permanente y saludable debe ser nuestro estilo de vida. ¿Qué tal si nos animamos a orar por quien nos ha hecho daño? Nos lo recomienda Jesús: Oren por sus enemigos. Esta oración es terapéutica. Lo que nos parecía imposible se vuelve realidad: la gracia de Dios es sanante.
El perdonar no es pérdida, sino ganancia. Nos hace crecer. Restablece relaciones rotas. Nos libera de fardos ponzoñosos.
Sacerdote salesiano y periodista.