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Columna Transversal: Mi pueblo se hizo distrito

En el ahora distrito ya no había cohesión social que permitiera que los vecinos discutieran e influyeran sobre las decisiones que afectaban a todos. El alcalde de la ciudad grande es un personaje tan lejano como el presidente de la República. Uno puede votar por él o por otro desconocido, pero nunca hablar con ninguna de los dos. Jamás uno va a encontrar al alcalde en la calle, en el salón de corte de pelo, en una tienda o en una cervecería. Nadie en el nuevo distrito jamás ha hablado ni siquiera con uno de los concejales, sólo con secretarios, encargados, y otros burócratas.

Por Paolo Luers
Periodista

El Salvador no es el único país que ha tenido una reforma territorial con la creación de municipios consolidados que absorben varios pueblos antes autónomos. Siempre estas reformas se justifican con estas palabrotas: eficiencia administrativa, progreso, modernidad y el desarrollo, que al fin llega al campo. Puede ser que en algunos casos esto se logre, pero muchas veces la eficiencia administrativa resulta ser más bien un incremente de burocracia, la modernidad más bien abandono de las comunidades - y el desarrollo solo termina en más áreas pavimentadas.

Yo crecí en un pueblo medio rural, medio suburbano en las afueras de una ciudad. Para nuestro pueblo y sus 3 mil habitantes, la ciudad de unos 150 mil habitantes fue una metrópolis, que todos apreciamos mucho tenerla tan cerca y accesible. Pero todos estábamos contentos de vivir fuera de la ciudad.

Independientemente de qué partido era nuestro alcalde de turno, siempre estaba accesible para todos. En primer lugar era vecino. El presupuesto no alcanzaba para un alcalde de tiempo completo, así que el alcalde que más recuerdo era el señor de la tienda de frutas, vegetales y flores. Todos los niños pasamos por su tienda, haciendo las compras que nos encargaban nuestras madres, y el señor alcalde conocía a todos nosotros de nombre. Despachaba más en su tienda y en la taberna que en la alcaldía.

Una vez mi papá fue a verlo, porque estaba furioso por un proyecto de urbanización en una zona que, según él, era reserva natural. Además puso en peligro la bella vista que teníamos desde nuestra terraza. Yo le acompañé. Discutieron fuerte, pero compartiendo schnaps, el licor casero de frutas hecho, ilegalmente, por el alcalde. Él aceptó la propuesta de mi papá de convocar una asamblea de vecinos y poner a discusión el proyecto. La reunión se hizo en la cervecería enfrente de la tienda del alcalde, y al final la alcaldía revocó el permiso de construcción. Nos quedamos con nuestra vista sobre prados, campos y bosquecitos. Por lo menos por unos años más, hasta que se hizo una reforma territorial y nuestro pueblo fue incorporado a la ciudad. A partir de eso se llamó distrito, y todas las decisiones se tomaron en el concejo municipal de la ciudad, en el cual no teníamos ni voz ni voto. Otro proyecto residencial, pero mucho más grande que el anterior, se aprobó, a pesar del intento de mi papá y otros vecinos, entre ellos nuestro ex alcalde, de discutirlo con los concejales. Nadie les hizo caso. Solo dijeron a los vecinos que tenían que entender y aceptar el progreso y la modernidad. “Hablen con el delegado de su distrito”, dijeron. Pero el tal delegado era un empleado de la alcaldía central sin ningún criterio, ninguna influencia y ningún interés.

Las escuelas no mejoraron ni empeoraron. Algunas calles se pavimentaron. Prados se convirtieron en parqueos. Los camiones de basura eran más grandes y modernos, pero solo pasaban una vez la semana, no las tres veces como antes cuando la basura se recogía con camiones viejos o con los tractores y remolques de los granjeros. “Progreso sobre ruedas” decían los grandes rótulos en los nuevos camiones. El concejo municipal de la gran ciudad declaró amplias zonas, que antes eran de vocación agrícola, aptos para la urbanización. La ciudad necesitaba crecer, no solo con viviendas, también con fábricas y centros comerciales, que los citadinos no querían tener en medio de su urbe. Las construyeron en las afueras, en nuestra distrito. Mi papá, que de profesión era urbanista y de vocación medioambientalista, se murió antes de tener que ver todo eso.

Siempre cuando desde la Universidad en Berlin visitaba el pueblo, ya degradado a distrito y transformado en un suburbio más de la gran ciudad, traté de reencontrarme con el ambiente comunitario que existía en el tiempo de mi infancia. Cada uno, incluyendo los niños, tratamos al alcalde, al policía del pueblo, al doctor y hasta a los profesores como vecinos. Pero en el ahora distrito ya no había cohesión social que permitiera que los vecinos discutieran e influyeran sobre las decisiones que afectaban a todos. El alcalde de la ciudad grande es un personaje tan lejano como el presidente de la República. Uno puede votar por él o por otro desconocido, pero nunca hablar con ninguna de los dos. Jamás uno va a encontrar al alcalde en la calle, en el salón de corte de pelo, en una tienda o en una cervecería. Nadie en el nuevo distrito jamás ha hablado ni siquiera con uno de los concejales, sólo con secretarios, encargados, y otros burócratas.

Siempre cuando regresé a casa, encontré a nuestro ex alcalde en la cervecería o enfrente de su tienda, que ahora manejaba su hijo. Me preguntó por mis estudios y planes y me contó sobre su hijo, que era mi compañero de primaria, y sobre su hija, que era la primera novia que me permitió un beso. Un año que llegué para Navidad, la tienda de frutas, flores y verduras había desaparecido para dar espacio a un centro comercial. La modernidad, el progreso, el desarrollo al fin habían llegado al pueblo.

Periodista.

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Opinión Reducción De Municipios

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