Todo inició como un sueño, abrir una cafetería en el corazón de la muy capitalista ciudad de Toronto, Canadá: “El Café Anarquista” (The Anarchist Cafe). El “modelo de negocios desarrollado por su propietario, el activista comunista Gabriel Sims-Fewer, era simple: los consumidores iban a pagar lo que pudieran -o lo que quisieran- por los productos puestos a disposición del público. La idea era llevar a cabo una “idea subversiva de un café auto sostenible, amigable con el medio ambiente, con proyección social, que respetara los derechos laborales de los trabajadores y distribuyera entre ellos las utilidades generadas y dejara de generar riqueza para los propietarios parásitos del sistema capitalista”. Vaya babosada.
A pesar de que la idea causó mucho revuelo en la sociedad torontiana, los problemas se presentaron pronto, esto, en parte, debido a una prosaica situación: la terca realidad. El idealista de Gabriel pronto se dio cuenta que eso de ser empresario no solo es de soplar y hacer botellas, todos los que vivimos en este despiadado sistema capitalista tenemos que aceptar que para gerenciar un negocio que pueda sobrevivir, necesitamos establecer precios que cubran nuestros costos de operación. Dicho en palabras simples: un negocio que no pueda cubrir sus costos y gastos de operación no puede sobrevivir.
No hace falta tener un doctorado en economía para saber lo que Doña Conchita, la señora que tiene un puesto en el mercado, sabe por años de experiencia: el precio de los tomates no es aleatorio, no es lo que ella “crea” que debe cobrar, no es lo que se considere “justo”. el precio se deriva del costo de producción del tomate, el costo del flete (transporte) que lo llevó hasta su puesto del mercado, el precio del alquiler que le paga -en este caso- a la municipalidad que administra el mercado, el porcentaje de impuestos que debe pagar, todo lo cual se enfrenta al malvado “precio de mercado”, que es lo que el consumidor está dispuesto a pagar en un ambiente de libre competencia.
Gabriel se quejaba amargamente de las sanguijuelas capitalistas que llegaban vestidos de traje a sus instalaciones, tomaban un sándwich de jamón y dejaban nada más…un dólar canadiense. Entonces entendió que cuando el precio de mercado se manosea (usualmente por parte de los gobiernos, aunque en este caso, el culpable de la distorsión era el propio Gabriel), alguien debe de pagar el déficit que se genera entre lo que paga el consumidor y el costo, gasto y utilidad del comerciante.
En El Salvador tenemos un caso cotidiano: el valor del transporte público. ¿Te has preguntado por qué es tan malo el servicio? ¿Por qué las unidades se mantienen en estado tan ruinoso? La respuesta es simple, el costo del pasaje, si estuviera a precio de mercado, fuera hasta cinco veces más alto que lo que pagan los usuarios.
¿Quién paga entonces el déficit? Por favor, no contestemos “el Gobierno”, ya que lo que hace el gobierno es limitarse pagarlo (cuando quiere) de nuestros impuestos, por tanto, el subsidio a los buseros lo pagamos todos, usemos o no el transporte público. Pero el pobre Gabriel -tal como sucede en economías de libre mercado-, no tenía un papá gobierno que subsidiara su subversiva idea de cobrar únicamente lo que el cliente “quiera pagar”, ya que, tal como lo descubrió, los consumidores siempre quieren y tienden a pagar lo menos posible por lo que consumen y esa “tendencia a la baja” solo la equilibra el mercado operando en condiciones de libre competencia.
¿Entonces cómo fue que sobrevivió ese café experimental tantos meses? Pues con el apoyo de sus proveedores, que para el caso, eran grandes empresas que le daban el producto fiado o bien, a precios mucho más bajos que sus competidores. Tal como siempre sucede, los capitalistas usualmente son más generosos y cumplen de forma más amplia y profunda con su responsabilidad social empresarial de lo que se puede apreciar a simple vista, situándose muy lejos de la imagen del avaro Rico McPato que nos mostraba los paquines de nuestra infancia y que se ha perfilado como el arquetipo del millonario cruel y despiadado en el imaginario colectivo.
El Café Anarquista fue una demostración de laboratorio de lo que sucede cuando los planes de los individuos y gobiernos, por muy innovadores y disruptivos que parezcan, si son diseñados como castillos en el aire, riñendo con la realidad, ofreciendo “pan dulce gratis”, lo único que les espera… es la quiebra, que ocurre cuando la realidad alcanza a las ilusiones.
Afortunadamente para este caso, el cierre del Café no causó perjuicios a sus empleados… al fin de cuentas, el único empleado que tenía era el propio Gabriel.