La Tierra de Israel, cuna del pueblo judío, vio forjar su identidad espiritual, religiosa y nacional. Soberano en ella por primera vez hace 35 siglos, creó valores culturales de significado nacional y universal, legando al mundo el eterno libro de los libros, la Biblia.
Tras el exilio impuesto por el imperio romano, el pueblo judío guardó fidelidad a su tierra durante su larga dispersión. Jamás cesó de orar en su dirección tres veces al día durante más de 1800 años, abrigando la esperanza, generación tras generación, de reconstruir su libertad nacional y política en su patria ancestral.
Impulsados por este vínculo inquebrantable se hizo realidad la visión del retorno de los judíos para sumar fuerzas a la de sus hermanos residentes en ella. Fue así que finalmente y con mucho esfuerzo e ingenio, se hizo florecer el desierto y revivir el idioma hebreo. Se levantaron ciudades, pueblos y aldeas, creándose una sociedad no solo amante de la paz, sino también, capaz de defenderse a sí misma plasmando así la determinación de un pueblo que jamás se dio por vencido.
Sí, el Estado judío, aquel sueño una vez utópico anhelado por generaciones, se hizo realidad en 1948 y se llama Israel. Siendo un pedazo de carbón aún por pulir, su destino era incierto. Rodeado de infinitos escollos se forjó a base de una voluntad inquebrantable, un carácter emprendedor y la fiera determinación de sus habitantes. Hoy, 75 años más tarde, tenemos a una sociedad pujante que con orgullo ve cómo aquel carbón primigenio se transformó en un diamante, portador de las bendiciones del progreso tanto para sus ciudadanos como para la humanidad en su conjunto
Democracia, valentía, arrojo, libertad, progreso, desarrollo, entrega, emprendimiento, atrevimiento, nobleza, esfuerzo y éxito, palabras que entre muchas otras conjugadas conforman un sustantivo, Israel, que, algunas veces transformada en adjetivo, nos hacen vibrar hasta las fibras más recónditas de nuestro ser.
De ser un país inhóspito se transformó en una potencia mundial exportadora de high tech y miembro del exclusivo club de países con capacidad propia para colocar satélites en el espacio. Posee la mayor cantidad de premios Nobel y patentes per cápita del mundo, producto de una sociedad que tiene el mérito de ser la segunda lectora mundial en relación a su población local y en donde además, entre otros logros, la cuarta parte de sus habitantes realiza algún tipo de trabajo voluntario a favor de la sociedad en la que vive.
Tierra Santa para las tres religiones monoteístas del mundo, Israel vela con celo el respeto a la libertad de culto y asume con responsabilidad la custodia de lugares santos para judíos, cristianos y musulmanes por igual, atrayendo en paralelo a millones de turistas todos los años. Judíos, árabes, drusos, arameos, circaseanos, beduinos y demás etnias disfrutan de sus bondades que no la convierten en un país perfecto, cosa por demás inexistente en el planeta, pero sí en el único bastión de libertad e igualdad en el Medio Oriente, dándosele excelentes servicios de salud, educación, transporte y seguridad a sus casi 10 millones de pobladores.
Israel, país consciente de su realidad y entorno, encara ya entrado el siglo XXI sus nuevos retos. Desea lograr la tan anhelada paz con todos sus vecinos árabes y musulmanes por igual, un sueño no tan lejano y que esperamos pueda pronto ser realidad en base a valentía y pragmatismo. Lejanos están los días en que pocos se atrevían a estrecharle la mano. Hoy, más de 160 países mantienen relaciones diplomáticas con el único Estado judío del mundo, países entre los cuales Panamá tiene un lugar más que especial y privilegiado y tan, pero tan extenso, que hará falta una futura nota para hablar sobre las relaciones de titanio que hermanan a ambas naciones distantes en miles de kilómetros, muy cierto, pero cercanas en sentimientos y destinos en común.
El autor es licenciado en educación e historia de la Universidad Hebrea de Jerusalén